Superviviente del holocausto: «Bergen-Belsen es mi hogar»
La artista Katharina Hardy sobrevivió a dos campos de concentración. Con su marido y sus dos hijos huyó en 1956 de Hungría a Suiza. Durante décadas guardó silencio sobre sus experiencias en el Holocausto.
Describir a Katharina Hardy se hace verdaderamente difícil por su carisma y su energía. Hay que conocerla personalmente para entender frases como: «Bergen-Belsen es mi hogar”. Fue una de las últimas testigos del Holocausto en Suiza; murió en Spiez el 5 de agosto de 2022.
La vida de Katherina Hardy se puede dividir en tres etapas:
Nacida en Budapest en 1928, empezó a tocar el violín a los seis años. Su infancia en Budapest, se vio cada vez más limitada por el antisemitismo flagrante. Por ser judía le escupieron en la calle y la expulsaron, a los once años, de la renombrada Academia de Música Franz Liszt.
Tras ello fue deportada a dos campos de concentración: Ravensbrück y Bergen-Belsen. Katharina Hardy tenía 16 años y pesaba 29 kilos cuando los soldados británicos la encontraron. Ella fue la única superviviente.
Desde abril de 1945 hasta que las tropas soviéticas invadieron Hungría en 1956 tuvo lugar una segunda etapa. Cuando regresó a Budapest en agosto de 1945 encontró su violín, pero destrozado por los soldados rusos. Consiguió uno nuevo gracias a una organización estadounidense.
Empezó a practicar de nuevo, a diario, casi de forma obsesiva. «Era una persona diferente, ya no era la persona encerrada en un campo de concentración. Volví a mi vida y me dije a mi misma que lo que pasé no fue real. Solamente me quedaba practicar». Durante años, en sueños, se sentaban su madre y su hermana al borde de su cama. «Esa era mi vida nocturna. Nada de eso existía durante el día».
La tercera etapa fue la más duradera. Katherina Hardz tuvo que huir de las tropas soviéticas. Este periodo comienza en 1956 con la huida a pie a Austria acompañada de su marido y sus dos hijos de tres y cuatro años.
Finalmente acabaron en Regensdorf, en el cantón de Zúrich. Nadie sabía que detrás de esta historia de fuga había otra: «Lo mantuve en secreto durante cincuenta años». Nadie conocía esa otra parte de la artista, pero que sin embargo siempre se encontraba presente. Katherina Hardy quería adaptarse a una vida aparentemente normal. “Pero para mí, esta vida normal es ridícula. Porque la gente no sabe todo lo que a uno le puede pasar”.
Ser perfecto
Se sienta en la mesa de la cocina y comienza a recolocar una taza de café. La taza está en el platillo equivocado. Katharina Hardy cambia los platos, «todo tiene que tener su orden».
No soporta que las pequeñas cosas se desajusten, que los vasos o las sartenes no estén donde deben estar «al milímetro». La siguiente frase se interrumpe prematuramente: «Si tampoco tengo orden allí…»
Se queda en silencio. Coloca las galletas sobre la mesa. En todo lo que hace, se entrega por completo: «Siempre hay que intentar hacer las tareas a la perfección» y no dejar pasar medias tintas. Es muy exigente, casi inflexible, incluso cuando imparte clases de violín: No acepta errores.
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Antisemitismo en Suiza
Lo que se exige a sí misma y a los demás se lo exigió en su día su madre: una disciplina inquebrantable. Su madre, que no era artista, formó a sus dos hijas: La mayor, Piroska, tocaba el piano; la menor, Katharina, el violín. Incluso durante las vacaciones, en el campo con sus abuelos: «Siempre venía el profesor de violín o un profesor de teoría». Esa filosofía fue fundamental para la artista ya que según ella, sobrevivió «a los campos de concentración también gracias a esta disciplina».
El latigazo
En noviembre de 1944, los húngaros de la Cruz Flechada, una organización que colaboró con los nazis, sacaron a Katharina y a su madre del piso. La calle estaba llena de gente, hombres y mujeres judíos, que eran conducidos a una fábrica de ladrillos abandonada. Estuvieron allí tres días y luego comenzó la marcha.
Tuvieron que recorrer 120 kilómetros a pie, estaba nevando y hacía frío. Pasaron la noche en campos de fútbol, al aire libre. La madre sacudía a Katharina para que no muriera congelada. Hubo una parada en un astillero del Danubio, tres días en condiciones higiénicas catastróficas. La madre enfermó de disentería. Volvieron a encontrarse con el padre en el astillero, que ya había sido deportado antes que ellos.
Cuando tuvieron que seguir adelante, la madre ya estaba muy débil, apenas podía caminar, Katharina la arrastró detrás de ella. En la fortaleza de Komárom, en Eslovaquia, los encerraron en una celda. Había paja y una manta sobre un suelo de piedra.
Aquí la narración se quiebra. La memoria se perfila con nitidez, pero ¿cómo hablar de este tipo de experiencias? La artista se expresa con frases cortas, lanzadas al azar, imágenes interiorizadas, golpeadas con palabras. La madre estaba tumbada en la paja, gravemente enferma. Quería beber leche, Katharina retira el anillo de bodas a su madre, hace acopio de todo su valor, se dirige a un asistente y le da el anillo. A cambio le trae un vaso de leche, solo uno.
Se escucha entonces el chasquido de un látigo y los soldados alejan a Katharina. Lo último que escucha decir a su madre es la dirección de su hermano, el tío de Katharina, en Nueva York. Ya en la marcha, su madre le había repetido esta dirección una y otra vez «hasta hoy me la sé de memoria».
Una vez más, Katharina se da la vuelta «la madre no lloró». Ella sabe que no podría haber salvado a su madre, que no podría haber evitado su muerte. Pero la artista se pregunta a menudo qué hubiera pasado si se hubiera quedado de todos modos. «Todavía al día de hoy me siento culpable».
«Lo normal era la muerte»
Fue enviada al campo de concentración de Ravensbrück durante dos meses. Concretamente, enero y febrero de 1945, y luego la llevaron a Bergen-Belsen. No cuenta lo que vio o experimentó en los dos campos de concentración. Pero describe con mucha precisión cómo esa experiencia, aquello que vivió allí, le cambió su percepción.
En el campo de concentración, dice Katharina Hardy, las cosas eran diferentes: «Lo normal no era la vida. Lo normal era la muerte» La presencia física diaria de la muerte, los cadáveres en el suelo, los constantes tiroteos: la vida era la excepción. Este hecho impactó y transformó a la artista como ninguna otra cosa en su vida.
Cambió su visión de la vida y la muerte para siempre. «No veo el mundo como lo ven los demás. En realidad, pertenezco a los muertos de Bergen-Belsen».
Cuando los soldados británicos liberaron Bergen-Belsen, el 15 de abril de 1945, Katherina estaba tumbada en el suelo con las piernas dobladas, sin poder levantarse y sin poder estirar las piernas. No podía tragar y por tanto no podía comer: «Llevaba semanas en estado de sopor». Por ello fue trasladada a un hospital militar.
En junio de 1945 había engordado seis kilos, pesaba 35. En una lista de nombres de supervivientes encontró el nombre de su padre: se reencontró con él en Budapest. «Fue la única vez que vi llorar a mi padre». Se mudaron de nuevo al antiguo piso en el cual faltaba una pared y por consecuencia hacía mucho frío, pero no tenían dinero para reconstruirla.
En cuanto recibió un violín nuevo, la artista empezó a practicar. Practicó, a pesar del frío y con los dedos húmedos. «Cuando volví a Budapest era una persona diferente, con un alma increíble. Había visto un mundo invertido. No había Dios, no había nada. Solo trabajo y futuro. Todo fue muy duro y me quedé con esa dureza».
Más adelante en su biografía, Katherina hizo su carrera como violinista y tuvo una familia numerosa: tres hijos, cinco nietos, tres bisnietos. Muchos se han convertido en músicos como ella, un hijo, dos nietos, una nieta: «He fundado una dinastía de músicos» de la cual está muy orgullosa.
No se puede describir a Katharina Hardy, hay que vivirla para entender que estas dos frases no son una contradicción: «Los recuerdos traumáticos no te dejan ni un segundo» junto a «sin embargo tengo una vida hermosa».
Fuente: Antes de que la memoria se convierta en historia. Sobrevivientes del Holocausto en Suiza hoy. 15 retratos. Publicado por Limmat-Verlag, 2022.Enlace externo
Adaptado del alemán por José Kress
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