Por aquí pasaba el Muro, marcando el límite entre Berlín y el 'land' (país) de Brandenburgo. A lo lejos se aprecian los inmuebles de Gropiusstadt.
Dominique de Rivaz
Una línea doble de adoquines señala el antiguo emplazamiento del Muro.
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Puente de Glienicke en Postdam, en donde tenían lugar los intercambios de prisioneros entre Este y Oeste.
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Fragmento del Muro al borde del Lago de Griebnitz, en el distrito de Postdam.
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Por aquí pasaba la frontera, en Gross-Glienicke.
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En Lichterfeld, la zona fronteriza es reforestada.
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Paseo de las cerezas, que florecen en primavera. Esos 800 árboles fueron donados por Japón en signo de amistad y para celebrar la reunificación.
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‘Grenz-Eck’ (la esquina de la frontera). El nombre del albergue ya no quiere decir nada.
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‘Checkpoint Bravo’. Por aquí se entraba a Berlín Occidental al llegar por la autopista.
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En Frohnau, la estatua recuerda el drama de Marinetta Jikowsky, de 18 años, una de las pocas mujeres en haber intentado franquear el Muro, y que fue abatida con 27 balas, la noche del 21 de noviembre de 1980.
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Brandenburgo era conocido como ‘el arenero del viejo Fritz’, en referencia al rey de Prusia, Federico El Grande, y a la consistencia arenosa del terreno. Ahí, tierra de nadie, quedaban las huellas de quienes intentaban huir.
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La antigua frontera atravesaba el Lago de Gross-Glienicke. Actualmente, son los terratenientes los que se disputan la zona.
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Las tumbas del cementerio francés fueron arrasadas para permitir el paso del Muro.
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“Campo de los conejos”, de la artista Karla Sachse, en el otrora puente de chequeo de la Chausseestrasse. En ese entonces, los conejos se abrían paso bajo el Muro. Actualmente desaparecieron.
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Lichtenrade. Cómo es largo el camino. Cómo es largo el Muro.
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Hoy, las viejas fotografías y las tarjetas postales recuerdan que la ciudad fue dividida en dos partes, con la puerta de Brandenburgo en el centro.
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En 2008 y 2009, la cineasta y fotógrafa suiza Dominique de Rivaz recorrió los 155 kilómetros de lo que fue el Muro de Berlín. Sus imágenes, reunidas hace cinco años en un libro espléndido, narran lo absurdo de un sistema totalitario y de una herida que aún no cicatriza totalmente.
Avanzó principalmente durante la temporada de frío, en diciembre, enero y febrero. Pero también en abril, cuando los cerezos estaban en flor. Su objetivo no era hacer “fotos bonitas”, sino combinar los vestigios ínfimos, las paradas imprevistas a lo largo del camino, y lo insólito de algunas de las situaciones de la vida cotidiana.
Veinticinco años después de su caída, el Muro es invisible en gran parte. Pero su sombra atraviesa aún calles, casas, campos y bosques. Su huella es diferente a los ojos de un fotógrafo de lo que sería a los de un historiador o un arqueólogo.
“En las celebraciones, nuestras miradas se vuelven hacia esos nuevos muros”, escribe Dominique de Rivaz en el prefacio del libro, al recordar que si un muro cayó, otros han sido erigidos en otras partes, detrás de los cuales hay gente que sufre.
(Imágenes: Dominique de Rivaz, del libro ‘Sin principio ni fin – el camino del Muro de Berlín’, Lausana: 2009, Ediciones Noir sur blanc. Texto: Chantal Britt, swissinfo.ch)
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