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Un suizo, cómplice del etnocidio estadounidense

Alegoría ángel y Occidente
American Progress (1872) John Gast

Martin Marty quiso salvar a los sioux del fuego del infierno e incluso intentó convertir a Toro Sentado. Formó parte de la campaña de aniquilación de la cultura indígena. Pero, ¿qué pudo llevar a un monje benedictino suizo a emprender una misión de ‘civilización’ de los indígenas en nombre de los Estados Unidos?

La capilla conmemorativa del obispo Marty en Yankton, Dakota del Sur, se construyó en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, como «monumento al santo obispo gracias al cual los benedictinos llegaron a Dakota». El monje benedictino suizo Martin Marty llegó a ser conocido allí como el «apóstol de los sioux»; varias escuelas y una pequeña localidad llevan su nombre.

Vidriera Marty y Toro Sentado
Detalle de una de las vidrieras de la capilla en memoria del obispo Marty en Yankton, Dakota del Sur, Estados Unidos. Collection Manuel Menrath

Un dibujo de la vidriera de la capilla que lleva su nombre muestra cómo Marty intentó convertir (sin éxito) al recalcitrante jefe Toro Sentado, poco antes de morir asesinado. El vitral muestra a Marty mirando al gran jefe con asombro y respeto, mientras, al fondo, un grupo de mujeres indígenas canta con libros de cánticos en sus manos.

Al historiador suizo Manuel Menrath, que ha estudiado en profundidad la historia de Martin Marty y su papel en la ‘civilización’ de los sioux, esta representación siempre le ha parecido de una hipocresía francamente irritante: “Se representa a un Marty completamente respetuoso, cantando devotamente con unos indios que llevan el pelo largo y adornos de plumas en la cabeza. Es posible que en el cielo se les permitiera ir como más les gustara, pero en los internados dirigidos por Marty las cosas eran muy diferentes: los adornos y el pelo fue lo primero en desaparecer, se consideraba pagano y diabólico”.

El hecho de que muchos sioux sigan siendo católicos hoy en día es obra de Marty. Sus internados ayudaron a convertir a los niños indígenas en buenos americanos, trabajadores y, sobre todo, católicos. Martin Marty es un buen ejemplo de cómo un hombre con objetivos religiosos puede convertirse en un títere del colonialismo. Pero, ¿cómo acabó un monje de la Suiza central en los Estados Unidos del siglo XIX?

Fascinado por el salvaje oeste

Marty, hijo de un sacristán, creció en un ambiente familiar religioso, y sus tres hermanos también se hicieron sacerdotes. Desde los cinco años fue educado por los jesuitas y se dejó inspirar muy pronto por su labor como defensores itinerantes de la fe. De niño encontró un modelo en San Francisco Javier, que en el siglo XVI llevó a cabo misiones en Japón, Mozambique e India. A pesar de que Francisco Javier nunca estuvo en América, en la Suiza central era venerado también como «apóstol de los indios».

Martin Marty
Retrato de Martin Marty cuando era prior de San Meinrad, hacia 1865. Collection Manuel Menrath

Pero en Suiza, Marty no pudo hacerse jesuita. Su orden había sido prohibida por la Constitución del nuevo Estado Federal de 1848, por considerarla hostil al Estado y sujeta exclusivamente a Roma. Por ello, Martin Marty se hizo monje benedictino a los 16 años y recibió el nombre religioso de «Martin».

Dentro del Estado Federal, los cantones católicos se encontraban cada vez más dominados por los cantones protestantes. En muchos de ellos se cerraron los monasterios y los colegios católicos. El monasterio de Einsiedeln, al que pertenecía Marty, buscaba la manera de escapar de la amenaza de disolución.

Por ese motivo se enviaron monjes a Estados Unidos, y en 1854 fundaron la Abadía de San Meinrad en Indiana, cerca de Tell City, donde se habían establecido muchos colonos suizos en la década de 1850. En realidad, no solo buscaban un refugio, sino que viajaban tras los pasos de los emigrantes católicos, afirma Menrath: «Se temía que pudieran acabar convirtiéndose al protestantismo en el extranjero».

Pero la abadía del lejano Oeste no funcionaba como se esperaba en Einsiedeln. En 1860 Marty, que tenía entonces 26 años, fue enviado a poner orden. Y lo consiguió. Fundó una escuela para los hijos de los colonos, alrededor de la cual creció una pequeña localidad. En 1870, San Meinrad se convirtió en monasterio y Marty fue nombrado abad.

Pero la vida sedentaria del monasterio no le convencía; prefería verse a sí mismo como misionero en los territorios de frontera. Su deseo era llevar la verdad católica a los «paganos que viven en las tinieblas y en la oscuridad de la muerte». Aunque había llegado como administrador, la época era favorable para acercarse a su objetivo: convertirse en un “apóstol de los indios».

‘Civilizar’ en lugar de aniquilar

Tras la Guerra de Secesión el pueblo estadounidense estaba cansado de luchar, incluso contra los indígenas. Los humanistas y los representantes de la Iglesia exigieron un trato menos violento a los indios. El objetivo en ese momento, aseguró el entonces secretario del Interior, era educar a la «raza desamparada e ignorante» de los nativos americanos según las «enseñanzas de nuestra superior civilización cristiana».

Pero no se trataba de crear igualdad, precisa Menrath: «Al fin y al cabo, no pretendían crear una élite, sino más bien sirvientes, trabajadores de fábricas, y en definitiva buenos cristianos de los que la sociedad pudiera beneficiarse».

Y fue entonces cuando entraron en juego las iglesias de todo tipo de orientación: las reservas en las que la caballería había acorralado a las tribus bajo amenaza de ejecución fueron asignadas a distintas organizaciones misioneras. De ese modo, la que demostrara mayor actividad en el lugar obtenía el contrato.

Es importante señalar que la «política de paz» no fue una renuncia a la destrucción de los pueblos indígenas, sino el último acto de la política estatal estadounidense orientada a destruir su lengua, su cultura y su espiritualidad. Hoy en día, a eso se le llama etnocidio. Ese tipo de programas, afirma Menrath, son típicos de un colonialismo de asentamiento dominado por los colonos, como se puede observar también en Australia o Nueva Zelanda. 

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«Al principio todo parecía idílico: los colonos se asientan en una región, necesitan unas pocas tierras, los indígenas no ponen objeción y todo el mundo puede vivir. Pero en un momento dado los colones exigen nuevas tierras, y chocan con los nativos. A partir de ahí, se plantean dos opciones: exterminio o reeducación», afirma el historiador.

Otra característica del colonialismo de asentamiento es que los colonos no tienen por qué ser necesariamente de la misma nacionalidad que la potencia colonial. Participaron personas de todas las nacionalidades, siempre y cuando pertenecieran a la raza considerada superior.

Eso también permitió a Marty desempeñar un papel importante. Sin embargo, Menrath advierte contra las condenas unilaterales: «No es válido hacer una crítica apresurada a la Iglesia porque, en primer lugar, esos programas fueron iniciados por el Estado. La gente de la iglesia asumió que estaba haciendo algo bueno porque, como auxiliares de la nueva política, al menos salvaban la vida a muchas personas».

Política de civilización centrada en los niños

Cuando la Oficina de Misiones Católicas Indias, fundada en 1874, se dirigió a Marty buscando misioneros, el suizo vio por fin la oportunidad de hacer realidad sus sueños. En 1876 dejó su puesto de abad y abandonó el monasterio de San Meinrad para dedicarse a la labor misionera con los sioux en la reserva de Standing Rock.

Marty se alzó muchas veces en contra de la política violenta para con los indígenas y era consciente de que la estrategia estadounidense había convertido a los sioux con los que trabajaba en «holgazanes, perezosos y mendigos». No obstante, consideraba que su cultura estaba atrasada y que apenas merecía ser protegida. Por lo tanto, al principio, planeó parcelar la tierra para adaptar a los nativos al modelo agrícola europeo.

Sin embargo, pronto se dio cuenta de que su trabajo debía centrarse en los niños, ya que le parecían más fáciles de civilizar que los adultos. Pero para conseguirlo tenía que separarlos de sus padres. No tenía sentido, según Marty, enseñar a los niños indígenas si «se les permitía volver a intervalos regulares a su círculo familiar inmoral donde los males existentes no habían sido remediados».

El objetivo era separar a los niños hasta que fueran adultos, con objeto de que luego, como buenos católicos, pudieran formar sus propias familias. En 1876 construyó un internado junto con los sioux y así les permitió, como escribe acertadamente Menrath, «cavar su propia tumba cultural».

Toro Sentado/Martin Marty
Retrato de Toro Sentado por el fotógrafo D.F. Barry, Bismarck, Dakota del Norte, 1885 y el obispo Martin Marty, St. Cloud, c. 1895. Library of Congress/Collection Manuel Menrath

Muchos padres confiaron voluntariamente sus hijos a Marty y sus ayudantes, sobre todo para evitar que los niños fueran llevados a los internados militares, más allá de las reservas, donde la probabilidad de morir era extremadamente alta.

Antes incluso de la llegada de Marty, Estados Unidos ya enviaba a los niños nativos a internados fuera de las reservas, donde se les despojaba de su cultura original: eran parte integral de la «política de paz». Los virus y las bacterias eran comunes en los dormitorios y muchos de ellos morían. De hecho, cada internado tenía su propio cementerio (solo en el internado de Carlisle se enterró a 190 niños).

En los internados católicos bajo la dirección de Marty las condiciones eran algo menos militares y también se permitía a los niños hablar su propia lengua. No se trataba tanto de respetar la cultura de los niños como de la eficacia misionera: se consideraba que el Evangelio llegaría más fácilmente a sus almas en su lengua materna. Aunque aquí también se les cortaba el pelo largo nada más llegar y se sustituía su ropa tradicional por una vestimenta blanca.

Alumnos de una escuela católica
Martin Marty con dos sacerdotes y los primeros indios comulgantes de la escuela india de la Inmaculada Concepción, Stephan, reserva de Crow Creek, Dakota del Sur, alrededor de 1888. Collection Manuel Menrath

El mero hecho de enseñar en aulas cerradas debió de suponer un cambio radical para los niños. Según Manuel Menrath, los niños pasaron de un mundo en el que los ciclos naturales, las trayectorias del sol y las estrellas servían de puntos de orientación, a un entorno en el que dominaban los espacios cerrados y divididos en rectángulos: «Escritorios rectangulares, camas rectangulares, puertas rectangulares, el bosque es sustituido por un jardín ordenado: todo eso constituía ya una violación del alma india».

Golpes y humillaciones

La forma de tratar a los niños en los internados católicos era similar a la única que se consideraba correcta en las instituciones europeas hasta el siglo XX: «Había que enderezar todo lo que contradecía el concepto burgués de la sociedad», afirma Menrath. Los internados se regían por un método pedagógico nefasto: la disciplina más estricta estaba a la orden del día, los niños eran encerrados, golpeados, humillados. 

«Especialmente en las escuelas cristianas esto se consideraba legítimo porque se decía que quien recibe un castigo en este mundo ya está haciendo penitencia para el más allá. Castigar el cuerpo ahorraba al alma un tormento mayor en el purgatorio». Además del trabajo y los castigos, en las escuelas católicas había también que rezar: las misas se celebraban antes de las clases escolares obligatorias, lo que explica que la jornada comenzara aún más temprano.

San Francisco Javier
Un modelo importante en la vida de Martin Marty: San Francisco Javier durante un bautismo. Wolfgang Sauber

«Matar al indio y salvar al hombre» fue el nuevo lema de la «política de paz», aunque no siempre tuvo éxito. Las enfermedades también eran un problema en los internados católicos, y en muchos casos los niños morían. El hecho de que la atención no se centrara en la salvación del ser humano, sino en la salvación del alma, quedó demostrado en un caso grotesco que ocurrió en la Reserva Rosebud alrededor de 1890.

Un padre indígena, afligido por la muerte de su hijo, irrumpió en el internado de la Misión de San Francisco y se llevó el cuerpo a casa para enterrarlo a la manera tradicional, un procedimiento escandaloso desde el punto de vista de las monjas, ya que así el alma católica del niño se perdería para siempre. El padre fue entonces arrestado, el cuerpo del niño muerto confiscado, y de esta manera pudo el niño tener un entierro católico.

Cuando Marty murió en 1896 se habían convertido al catolicismo más de 6 000 sioux y ya se le consideraba uno de los misioneros de mayor éxito en Estados Unidos. Pero, ¿tuvo éxito la política de civilización? Manuel Menrath lo duda: «Por supuesto, la mayoría de los lakotas actuales son católicos y ‘civilizados’». Pero las escuelas públicas en particular, al reunir a niños de diferentes tribus, crearon un movimiento panindio. Y saber leer y escribir les permitió fortalecer su cultura y convertir las reservas en patrias. Aunque muchos sufrieron y perdieron la vida, medido en términos del objetivo de erradicar todo lo autóctono de este pueblo -la lengua, la espiritualidad, la decoración con plumas, la pipa sagrada- el etnocidio fracasó.»

La biografía de Manuel Menrath sobre Martin Marty Mission Sitting Bull, Die Geschichte der katholischen Sioux (Misión Sitting Bull, la historia de los sioux católicos) fue publicada en 2016.

En 2020 publicó Unter dem Nordlicht: Indianer aus Kanada erzählen von ihrem Land (Bajo la luz del Norte: indios canadienses hablan de su tierra), otro libro sobre la historia de los pueblos indígenas de Norteamérica, que se caracteriza por los relatos de testigos presenciales.

Traducción del alemán: Carla Wolff 

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