¿Dónde están los robots?
¿Dónde se han escondido todos los robots durante la crisis de la COVID-19?
Durante una década aproximadamente hemos escuchado rumores de que una nueva generación de tecnologías automatizadas ha aprendido a hacer el trabajo de las personas. Si estas profecías tecnológicas fueran ciertas, los robots y algoritmos deberían haber estado preparados para intervenir durante la cuarentena y demostrar que pueden trabajar de forma más segura, barata y eficiente que nosotros. Pero cuando la COVID-19 ha dado paso a la automatización, las personas han pasado al primer plano.
Los robots no están trabajando en hospitales. Tampoco reponiendo las estanterías de los establecimientos de alimentación, cocinando o sirviendo comidas, desinfectando baños, entregando paquetes, conduciendo autobuses o educando a los estudiantes. A medida que comienza el fin de la cuarentena, debemos recordar que la crisis actual no va de automatización. Va de cómo valoramos y protegemos a las personas cuyo trabajo sostiene el mundo.
Desde la Gran Depresión, cuando en Estados Unidos el desempleo tecnológico se consolidó como una enorme preocupación social, muchos estadounidenses se han preguntado si las máquinas conseguirían despedir a los trabajadores. Aunque el debate sobre la automatización se silencia durante las guerras y los auges económicos, siempre está listo para la siguiente recesión. La fase más reciente del debate comenzó tras el colapso financiero de 2008, cuando los futurólogos de modelos empresariales afirmaron que los avances en robótica, inteligencia artificial y big data [macrodatos o inteligencia de datos] eran responsables del escaso crecimiento del empleo durante la recuperación. En un estudio de 2013 ampliamente citado, dos investigadores de Oxford concluyeron que la friolera del 47% del empleo total de los Estados Unidos -concentrado en los servicios, el transporte y el comercio- estaba en el punto de mira de los robots. Otros (entre ellos Andrew Yang el excandidato presidencial del Partido Demócrata de 2020) abogaron por un ingreso básico universal para compensar las inevitables pérdidas de empleo.
Desde entonces Yang ha reconocido su miopíaEnlace externo. “En vez de hablar de automatización, debería haber hablado de una pandemia”. Yang y sus colegas pronosticadores de automatización casi tenían razón, pero por cuestiones muy equivocadas. El apocalipsis del trabajo llegó; decenas de millones de estadounidenses están desempleados; los cheques de estímulo y los pagos complementarios por desempleo se parecen vagamente al ingreso básico universal. Pero la automatización no es la culpable. Por el lado de la oferta, el cierre de lugares de trabajo, las restricciones para viajar, las cuarentenas y el distanciamiento social han causado una disminución de las horas de trabajo parecida a una huelga general impuesta por el Estado. Por el lado de la demanda, la cuarentena ha sido como un boicot de consumo masivo que deprime todavía más las ventas y el empleo.
Los profetas de la tecnología no previeron esta situación no solo porque predecir el futuro es difícil, sino porque estaban demasiado ocupados disfrazando la ciencia ficción empresarial como un hecho. Cuando se enfrentaron a verdades incómodas -como un picaporte que confundía a los robots más hábiles o un coche sin conductor que no reconocía a los peatones- los profetas de la tecnología nos invitaron a imaginar que los ingenieros ya estaban arreglando los fallos. El quid de sus especulaciones era que una mayor automatización es inevitable porque la innovación es una fuerza imparable de la naturaleza. Cómo encajar esa naturaleza, en forma de virus, ha demostrado ser la interrupción más efectiva. La COVID-19 no estaba en el radar de los profetas de la tecnología porque (como muchos pensadores proempresariales) estaban más interesados en la inteligencia de los empresarios e ingenieros que en la desfragmentación de los departamentos de salud y otras infraestructuras públicas que ayudan a luchar contra las pandemias.
Lo más importante es que los profetas de la tecnología subestimaron a las enfermeras y técnicos de emergencias, cajeros y repartidores, servidores de alimentos y trabajadores de almacén, personal del servicio postal y limpiadores estadounidenses. En un provocativo ensayo de 2013 “Sobre el fenómeno de los trabajos de mierdaEnlace externo” que se ha ampliado en un libro, el antropólogo David Graeber propone un experimento de pensamiento antiautomatización.
Imagine que un día, la gente cuyo trabajo beneficia a la sociedad de manera más clara simplemente desaparece. “Es obvio que si se esfumaran, los resultados serían inmediatos y catastróficos”, observa Graeber. En cierto modo, la COVID-19 ha obligado a los gobiernos estatales a llevar a cabo un experimento de pensamiento similar. Frente a la retirada de los trabajos que sustentan la vida, eximieron de la cuarentena a los trabajadores de industrias como la atención de la salud, el transporte, la agricultura, los servicios de alimentación y limpieza.
Los profetas de la tecnología lo entendieron al revés. Los trabajadores que ellos consideraban tecnológicamente superfluos son los más esenciales; el trabajo que pensaban que era tan poco cualificado, que podían hacerlo hasta las máquinas, es irremplazable.
Sin embargo, aunque la crisis ha subrayado su valor para la sociedad, los trabajadores esenciales de Estados Unidos siguen estando mal pagados y sobreexpuestos. Muchos trabajan por salarios mínimos; la gran mayoría no están sindicados. Arriesgando sus vidas en lugares de trabajo que proporcionan equipos de protección personal inadecuados, están dando positivo por COVID-19 y muriendo. Son representativos de todos los estadounidenses, pero en una forma desproporcionada son mujeres de clase trabajadora y gente de color.
Los profetas de la tecnología han respondido cambiando de marca. Esperando que hayamos olvidado sus predicciones fallidas, están abandonando la ciencia ficción por la pura magia del razonamiento circular. Un reciente informe empresarial del New York TimesEnlace externo afirma que el distanciamiento social está acelerando la automatización. En un notable juego de manos, las tecnologías que se suponía que iban a desencadenar el desempleo masivo ahora son las soluciones de este último; la causa se ha convertido en el efecto. Si los futurólogos de las empresas no pueden encajar su determinismo tecnológico a través de la puerta principal de la historia, lo traerán por la puerta trasera mientras reciclan todas las viejas afirmaciones sobre el despido de trabajadores.
Pero la verdadera redundancia pertenece al bombo de la automatización. A medida que reorganizamos las formas en que vivimos y trabajamos, es hora de reconocer a los robots por lo que son: una hipótesis chapucera sobre lo que importa el trabajo y lo que se puede permitir que desaparezca. Los robots ni nos salvarán ni nos destruirán, ya que no pueden aliviarnos de nuestra propia labor de construir un mundo más equitativo y justo. En este mundo, compensaremos, protegeremos y respetaremos a las personas cuyo trabajo hace posible la vida.
J. Jesse Ramírez es profesor adjunto de Estudios Americanos y coordinador de la concentración de tecnologías en la Universidad de San Galo. Es autor de Against Automation Mythologies: Business Science Fiction and the Ruse of the Robots (Contra las mitologías de la automatización: ciencia ficción de los negocios y la trampa de los robots), que próximamente va a publicar Routledge.
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