“La guerra en Ucrania hace aflorar muchos recuerdos”
Durante la Segunda Guerra Mundial, Oskar Zwicky —que entonces tenía diez años— tuvo que huir junto a su familia de la antigua colonia vinícola suiza de Chabag (Shabo en otros idiomas), en la actual Ucrania. Tras seis años vagando de aquí para allá, pudo trasladarse a territorio suizo. Echamos la vista atrás a una vida ajetreada.
El sol se refleja en el lago Walenstadt y las montañas que lo rodean forman una especie de medialuna en el intenso cielo azul. Ursi Bigger nos espera en su coche. Junto a ella está su padre, Oskar Zwicky, antiguo suizo del extranjero de 91 años, que nos saluda con una sonrisa.
El viaje hasta Oberterzen, localidad en el cantón de Glaris, donde su hija tiene una casa, dura unos diez minutos. Su padre marcha ayudado de un bastón y se une a nosotras en el primer piso, donde sirven café y pastel. Oskar Zwicky comienza a contarnos su historia. Este es su relato.
Nuestra llegada a Chabag
“En 1822 mi bisabuelo Johann Heinrich Zwicky emigró a Chabag para unirse a su antiguo patrón Luis Vincent Tardent, originario de Vevey. A su llegada recibió sesenta hectáreas de tierra y cuatro hectáreas de viñedos. En esta colonia había muchos terrenos baldíos y las casas distaban cien metros unas de otras”.
“El bisabuelo tenía 28 años y estaba soltero, por lo que no podía cultivar las tierras, que estaban reservadas a las personas casadas. Era propietario de la tierra, pero no podía trabajarla. Era botánico y trabajó como jardinero del gobernador Kroupensky en Odesa, a 70 km”.
“Más tarde se fue a Crimea, a Zürichtal, otra colonia suiza de la región, para ayudar a los agricultores a cultivar sus viñedos y huertos. En esa época conoció a su esposa, una mujer alemana. Tuvieron cuatro hijos, entre ellos, mi abuelo”.
“Ya casado, Johann Heinrich Zwicky y su familia regresaron a Chabag, donde ya podía cultivar sus tierras. Mi padre y yo nacimos en la antigua Besarabia. En esta colonia había 900 suizos y cientos de miles de alemanes en la región”.
La vida en la colonia
“En Chabag por lo general hablábamos en alemán suizo. O en una mezcla de alemán suizo y alemán estándar. A veces también se hablaba en francés. En la escuela, por las mañanas, hablábamos en ruso o en rumano, dependiendo de quién ocupara en ese momento la región. Durante mis tres primeros años en la escuela, hablábamos rumano por la mañana y alemán por la tarde”.
“Se nos permitía izar la bandera suiza solo los días de fiesta en la iglesia, donde oficiaba un sacerdote expresamente venido de Suiza y que debía dominar el alemán y el francés. Pero en casa tenía que ondear la bandera del país que en aquel momento ocupaba Besarabia”.
En cuestión de alimentos los Zwicky eran autosuficientes. “Aparte del azúcar, la sal o el pescado, que teníamos que ir a comprar a otros lugares, éramos autosuficientes. Nos autoabastecíamos sobre todo de verduras, que también servían para alimentar al ganado. Tengo muy buenos recuerdos de la vida en la colonia”.
«Suiza está llena»
Pero sus recuerdos también están marcados por los horrores de la Segunda Guerra Mundial. “Al principio todo parecía tranquilo. Luego los alemanes nos dijeron que iban a deportar a toda la población”.
“No tuvimos más remedio que unirnos a los alemanes de la colonia. Salimos un día de junio de 1940 hacia el mediodía. Debo admitir que la actual guerra en Ucrania hace aflorar muchos recuerdos. Y la destrucción que veo me parte el corazón”.
“Mis padres, mi medio hermano, mis otros tres hermanos y yo nos fuimos a Galatz, en Rumanía, en una carreta. Tenía diez años. Después de mi medio hermano, yo era el mayor. Desde allí, los barcos cruzaban el Danubio hasta Semlin, en la antigua Yugoslavia. Subimos a uno de ellos. Después, tras pasar una semana en un centro de reagrupamiento, tomamos el tren a Checoslovaquia. Allí estuvimos un año y nació una hermana”.
“Encontramos refugio en una fábrica abandonada. Nos dieron de comer y los niños podíamos ir a la escuela. Mi padre tenía que trabajar con otros hombres. Aunque todo estaba bien organizado, no era gratis”.
“Las autoridades suizas de la época nos dijeron que podríamos llegar a la frontera ‘cuando la guerra hubiera terminado’. Nos dijeron que Suiza estaba llena, que nadie más podía entrar. Así que tuvimos que esperar hasta que terminase la guerra. Si nuestros antepasados hubieran renovado sus documentos de identidad continuamente, hubiéramos podido regresar antes”.
“De los 900 nacionales suizos que en ese momento vivían en Chabag, solo unos diez pudieron ir directamente a Suiza. Los demás, como nosotros, tuvieron que esperar. Y obedecer a los alemanes. La comunidad suiza de Chabag permaneció unida, a pesar de que durante seis largos años los ocupantes nos empujaron de un lugar a otro. Acordamos que, en caso de separarnos, todos los suizos de Chabag volveríamos a reunirnos en Klagenfurt cuando la guerra acabase. Y eso es lo que ocurrió”.
Tener siempre lo suficiente para comer
“El viaje a Suiza que duró varios años —para el niño que era yo— fue un viaje más que una huida. La preocupación de nuestra madre era que siempre tuviéramos suficiente para comer. Aunque más de una vez pasamos necesidad, teníamos lo suficiente para comer. La única maleta grande que nos permitieron llevar no estaba llena de ropa, sino de comida”.
“Pero nunca sufrimos como lo que ahora está sufriendo la gente en Ucrania. Tuvimos suerte”.
“Después de ir a Checoslovaquia, los alemanes nos trasladaron a Eslovenia, donde pasamos tres años. Allí nació otro de mis hermanos, pero desgraciadamente mi medio hermano murió allí de apendicitis. Finalmente, en 1945, los alemanes nos trasladaron a Austria, a Klagenfurt. Allí fue donde, al fin, pudimos solicitar nuestro pasaporte suizo. Era un buen momento, ¡la guerra había terminado!”.
“Juntos habíamos vivido seis años de gran presión. ¿Qué nos pasaría? ¿Adónde nos trasladarían? ¿Dónde nos recibirían? Estaba claro que no podríamos volver a Chabag, ocupada por los rusos. Si volvíamos, corríamos el riesgo de que nos deportaran a Siberia”.
“En Klagenfurt, conocimos a un fabricante de cuero suizo que informó a las autoridades helvéticas que muchas personas suizas estaban atascadas allí. Él mismo se encargó de hacernos llegar las galletas y los chocolates destinados a los suizos residentes en el extranjero”.
“Tardamos un año en conseguir los documentos. Los recibimos el 12 de junio de 1946. Durante esta espera, nació otro de mis hermanos. Entonces planeamos nuestra vuelta a Suiza, que hicimos en vagones para el ganado”.
“Aquí no se puede vivir”
“Llegamos a St. Margrethen hacia las 9 de la mañana. Enseguida nos pusieron en cuarentena un mes antes de trasladarnos al Grand Hotel en Mont Pelerin, cerca del lago de Ginebra. Mi padre y mi tío se identificaron en Obstalden, nuestra comuna de origen en Glaris. Pero no volvieron muy entusiasmados por lo que allí habían visto”.
“Ambos, agricultores acostumbrados a países llanos, dijeron ‘En esta montaña donde no crece nada no se puede vivir’. Pensaron en mudarse a Basilea. Para estar seguras, mi madre y mi tía también fueron a conocer Obstalden. Cuando volvieron, contaron que allí crecía de todo: frutas y verduras”.
“Llegamos a Obstalden a media tarde del 23 de septiembre de 1946, el día en que cumplí 16 años. Nada más llegar, la gente del pueblo nos sirvió Cervelat y Hörnli [salchichas y pasta tipo caracolillos]. Éramos los rusos y así nos consideraron durante años. Pero nos integramos bien. Mi padre, que trabajaba en una fábrica de papel, nos mantenía sin tener que recurrir a la asistencia social. En Suiza nacieron otros tres hermanos y hermanas”.
El destino interviene
“Durante mis años errando por el mundo, fui poco a la escuela. Digamos que mi formación escolar era bastante escasa. Como los profesores estaban en el frente, los ancianos se ocupaban de las clases”.
“De vuelta en Suiza, me hubiera gustado ir a la escuela. Pero, a los 16 años, el tiempo había pasado. Hice un aprendizaje como mecánico y obtuve una maestría. A pesar de haber ido poco a la escuela pude salir adelante”.
“Me casé en 1952. De esta unión nacieron cuatro hijos. Teníamos una casa y una tienda de ropa de cama. Pero el destino se volvió en nuestra contra: dos de nuestros hijos murieron por una gripe mal tratada que dañó sus riñones. Uno, a los 25 años y el otro, a los 26. El médico se negó a atenderlos, así que mi mujer los cuidó durante siete años. La diálisis y los trasplantes no funcionaron. Han sido momentos muy muy difíciles”.
“Hace dos años murió mi mujer, con 88 años. Hoy, a mis 91 años, estoy solo en mi jaula dorada. Pero vivir es un regalo. Sigo viéndome con mis hermanos y hermanas. De once, vivimos ocho. Sin olvidar a mis seis nietos y cuatro bisnietos. En la residencia de ancianos se está muy bien, casi demasiado bien. Uno no sabe realmente qué hacer en todo el día”, concluye Oskar Zwicky.
Traducido del francés por Lupe Calvo
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Ucrania: La guerra se acerca a la antigua colonia suiza de Chabag
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