De Belp a San Cristóbal, vía Veracruz
En 1976, luego de un viaje de 23 días en barco, y con la ilusión de conocer ese mundo mágico de los escritores latinoamericanos, Ernst Riedwyl llegó a Veracruz.
«Un puerto de fiesta, de música, un lugar ideal para llegar a un país. Era un país de otro mundo».
Recuerda su arribo. «Me gustó mucho lo que veía, lo que escuchaba. El mexicano es extremadamente amable con toda la gente que trata de acercarse a ellos, de abrirse, aunque yo no hablaba casi nada de español».
Con su diploma de profesor comenzó a dar clases de alemán en el Instituto Goethe de la Ciudad de México y no tardó mucho en reconocer que difícilmente podría sustraerse al sortilegio de su nuevo destino. Al año regresó a Belp (Berna) para liquidar sus pendientes.
«El menos feliz de esto era mi papá», un padre marcado con la expectativa de que los hijos continuaran con el negocio familiar de reparación de automóviles y que pensaba que México era como lo pintaba las películas de la época de oro, «una idea muy romántica pero ajena a la realidad».
Para su madre resultó más fácil aceptar su decisión. Más tarde ella tuvo la oportunidad de visitarlo.
Otras prioridades
Muy pronto advirtió nuevas facetas. «La fiesta es un aspecto muy importante, es conocer otra cara del país, y es una cara que realmente poco tenemos en Suiza. La proporción es mucho al revés. La vida es seria, hay que esforzarse, es la cultura del esfuerzo y aquí las prioridades son otras muchas veces».
A los 20 años, sin ataduras, sin novia en Suiza, sin un plan de que algo tenía que suceder de forma inmediata, era muy atractivo.
A los cursos en el Goethe añadió otros en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), pero un día se detuvo a reflexionar: «¿Qué hago aquí, me quedo o me voy y si me quedo, qué hago porque no tiene sentido sólo estar dando clases? No era suficiente para mí».
Había que hallar otra razón para quedarse en México y decidió hacer otra carrera. «Me dije, el tiempo que voy a permanecer aquí quiero conocer bien el país y entender mucho mejor lo que estoy viviendo aquí». Se inscribió entonces en la licenciatura de Estudios Latinoamericanos en la propia UNAM.
De norte a sur
El conocimiento de la historia de México lo llevó a convertirse en guía de turistas y durante cinco años recorrió la geografía del país en toda su generosidad y con una entrega tal que pasaba en hoteles 32 semanas por año.
«Conocí a México al derecho y al revés pero llegué a un punto donde dije ya, ni un grupo más. Gané muy bien. Era muy buena época económica pero dije hasta aquí». Sin embargo, había descubierto el gusto por el turismo y se mantuvo en él al frente de una agencia de viajes desde donde promovió al país en diversas ferias internacionales.
Artesanías y restauración
En la Ciudad de México conoció a Coco, su mujer, una chiapaneca de San Cristóbal de las Casas, en donde el matrimonio decidió establecerse en 1991. Codo a codo, la pareja trabaja ahí desde entonces, salvo por una pausa obligada de 1994 a 1996 que empezó con el desplome del turismo y acabó con la advertencia contundente de que «regresas o nos divorciamos».
En una espléndida construcción colonial del centro de la ciudad, La Plaza Real, los Riedwyl tienen sus negocios: un restaurante, una tienda de artesanías y el alquiler de otros locales.
Ernst se ocupa del primero y, en el segundo, Coco borda prodigios en mantelería con la ayuda de unas 40 mujeres indígenas, y luego hace milagros para rebasar los obstáculos de la comercialización.
A decir de ambos, han tenido que hacer frente a la actitud conformista de sus trabajadores, insertos en una realidad se años y años de paternalismo. Sin embargo, la nobleza y la generosidad de su gente superan con creces la modestia de sus pretensiones.
Marcela Águila Rubín, San Cristóbal de las Casas
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