En el valle mexicano de San Quintín los campesinos luchan por sobrevivir

María y Cresencio emigraron de chicos al valle mexicano de San Quintín creyendo que huían de la pobreza. Con siete años empezaron a trabajar en estos campos semidesérticos donde crecieron, se enamoraron y se rompen la espalda por un salario miserable para sus hijos.
Ella originaria de Michoacán (oeste) y él de la sierra de Guerrero (sur), este matrimonio forjado en esta zona agrícola del estado de Baja California (noroeste) comparte edad, 35 años, orígenes humildes e indígenas y una educación alejada de las escuelas.
Son parte de los dos millones de jornaleros censados en México y reflejo de este país de contrastes: la segunda economía de América Latina, donde más de la mitad de la población vive en la pobreza y unos 5 de sus 118 millones de habitantes son analfabetos, una situación que se extiende al 70% de la población indígena.
«Aquí somos como unos animales, pues no sabemos nada. Hablar sí sé pero escribir y todo, no. Más que animales somos como unos burros», dice extenuada María, a la que apenas se le ven los ojos porque protege su rostro del sol y el polvo con pañuelos y una gorra.
Cresencio, de hecho, compara el trabajo de jornalero con el de un animal: todo el día agachados, trabajando a veces sin descanso hasta 14 horas y todo por un salario irrisorio que apenas les alcanza para comer.
– Los ingresos no alcanzan –
En la jornada en la que hablaron con la AFP, por ejemplo, sólo ganaron 32 pesos (2 dólares) porque casi no había fresas maduras en el campo.
«No nos alcanza, pero ¿qué le vamos a hacer, verdad? Trabajas para medio comer, el chiste es que por lo menos no te vas a morir», dice con gesto serio Cresencio.
Pero su salario paupérrimo sí ha puesto en riesgo, en más de una ocasión, la vida de los pequeños de la casa.
Sin posibilidades de pagar una niñera, hoy que los maestros de San Quintín están de huelga, la pareja se ha visto obligada -como en otras ocasiones- a dejar solos a sus hijos de dos, cuatro y ocho años «a lo mejor arriesgando a que el gobierno se entere y me los quiera quitar», reconoce Cresencio.
«Pero yo le digo al mayor que debe de cuidar bien al bebé porque si algo le pasa, ‘pos’ voy a ir a dar a la cárcel yo. Y así le digo y, como es niño, hace caso, pues», cuenta María.
Laborando por días, sin contrato ni seguridad social, precarias condiciones sanitarias y casi siempre bajo órdenes de un productor abusivo, los jornaleros de San Quintín elevaron en marzo de forma inédita su voz contra la explotación y ahora negocian mejoras salariales con gobierno y patrones.
Hastiados, Cresencio y María también participaron en las marchas con la esperanza de que sus hijos tengan un futuro mejor.
Pero, cuando se les consulta por sus propios sueños, María es contundente: «Yo ya ni sueños tengo porque si sueño algo, pues no tengo dinero, no tengo nada».