En Zúrich se respira el humo del terrorismo rojo
Disparos ante el cuartel de policía. Cuatro hombres huyen sin ser reconocidos. Sin embargo, un joven policía, Fritz Beck, cree haber visto antes una de esas caras. La pista conduce al entorno anarquista. Una novela policiaca del año 1907.
Para el joven agente de policía Fritz Beck el 3 de junio de 1907 iba a ser un gran día. Por fin, puede vestir el uniforme y hacer su primera guardia nocturna en el cuartel de policía de Zúrich. Sin embargo, poco después de medianoche suena el timbre de la entrada principal y cuatro hombres piden que se les deje entrar. Él les pregunta amablemente qué desean. En ese momento uno de los hombres saca una pistola e irrumpe corriendo en el hall de entrada.
Beck intenta ponerse a salvo. Aporrea en vano la puerta de la sala de guardia. Sus compañeros se han atrincherado y no piensan abrir la puerta para dejarle entrar. Beck pide ayuda a gritos. La única respuesta son varios disparos.
“Eran rusos, sin duda”
El primer disparo hace añicos un cristal, el segundo atraviesa la puerta de un despacho y el tercero se encaja en la pared. Salta la alarma y los asaltantes huyen.
El misterioso asalto apenas ha durado cinco minutos. Y aunque toda la policía comienza inmediatamente la persecución, parece que la tierra se ha tragado a los fugitivos.
Beck, temblando, informa a su superior que sin duda eran rusos, porque bajo sus gorras asomaban largas cabelleras. Inmediatamente, el comandante ordena una redada en la que unos cincuenta ciudadanos rusos son sacados de sus camas y trasladados a la comisaría. Sin embargo, al no encontrarse pruebas incriminatorias todos son puestos en libertad esa misma tarde.
¿Un fabricante de bombas en un barrio obrero?
Al mismo tiempo, tres niños de un barrio obrero descubren una lata coloreada en el agujero de desagüe de un sumidero. La curiosidad les lleva a abrir la lata, que estalla con una explosión ensordecedora hiriendo a los niños en la cara y las piernas.
“El viento ruso comienza a soplar sobre Suiza”, dice indignado el diario Neue Zürcher Zeitung.
La irritación es enorme. “Zúrich bajo el terrorismo rojo”, titula el diario Volksblatt de Zúrich y el socialista Volksrecht condena “la descabellada acción criminal de unos insensatos”, que colocaron una bomba precisamente en el barrio más poblado de Zúrich.
Los periodistas creen unánimemente que los fabricantes de la bomba tienen que ser inmigrantes rusos. No es la primera vez que algunos rusos que viven en Zúrich experimentan con artefactos explosivos letales. Desde que el año anterior una estudiante rusa intentó matar a tiros en un gran hotel suizo al exministro ruso del interior toda la comunidad rusa en el exilio está bajo sospecha general.
Liberar a un sospechoso de atentado
La prensa sospecha que probablemente los revolucionarios rusos querían sacar del cuartel de policía al detenido Georg Kilaschitzki, un joven polaco que había participado en el asesinato de un funcionario ruso de alto rango y que tras el atentado huyó al extranjero.
Los espías del régimen zarista lo encontraron en Zúrich y el gobierno ruso había pedido su extradición. Kilaschitzki argumentaba que el crimen tenía motivación política, por lo que tenía derecho a solicitar asilo político.
Sin embargo, el Tribunal Federal, al que competía pronunciarse sobre el caso, sostuvo la opinión de que el motivo había sido la “venganza por maltrato a los trabajadores” y que el asesinato era resultado de “un espíritu terrorista”, por lo que no había nada que oponer a la extradición.
Favor suizo a los rusos
La indignación de la izquierda por el veredicto fue enorme. El diario Berner Tagwacht protestó por el “servilismo” mostrado hacia el gobierno ruso y afirmaba: “Nuestros antepasados escupirían a la cara de los actuales magistrados y estadistas”.
Hubo protestas en toda Europa. Desde la sede de la Internacional Socialista en Bruselas se calificó a los jueces suizos de “secuaces del zar” y se lanzaba esta pregunta: ¿Quiere el pueblo suizo humillarse hasta el punto de convertirse en siervo del verdugo?
No sirvió de nada. Se mantuvo detenido a Kilaschitzki, a la espera de su extradición.
Advertencia del peligro ruso
La prensa sospecha rápidamente que hay una conexión entre el asalto y la explosión de la bomba. Se supone que los rusos habrían intentado eliminar “de sus viviendas” todo el material incriminatorio por temor a los registros domiciliarios. “El viento ruso comienza a soplar sobre Suiza”, dice indignado el diario Neue Zürcher Zeitung.
“Ese aire es venenoso y destructivo; está impregnado de dinamita y material explosivo que destruye tanto cosas físicas como morales.” El diario afirma que Suiza ya no debería proporcionar refugio a esa “chusma peligrosa” y hace un llamamiento a que se hagan donaciones para pagar los gastos médicos de los niños heridos.
Tras el rastro del anarquista suizo Frick
Cuando el joven policía Beck se recupera del enorme susto, cree haber visto antes a uno de los asaltantes. Se trata del conocido anarquista Ernst Frick, quien disfruta calificando al ejército de “perro de presa del capital” y amenazando públicamente a los ricos con atarles a las farolas tras la revolución.
Pero cuando se quiere interrogar a Ernst Frick no se le encuentra. Su casera afirma que había dejado la ciudad unos días antes en busca de trabajo.
Cuando reaparece Frick unas semanas más tarde, acepta ser interrogado. Afirma que pasó en Berna la noche del asalto al cuartel de policía, en casa de Margarethe Faas-Hardegger, una funcionaria de la Unión Sindical Suiza. Sin embargo, y a pesar de esta coartada, se le acusa de intento de asesinato porque en su habitación se ha encontrado munición idéntica a la utilizada en el asalto al cuartel.
La coartada de la sindicalista
Margarethe Faas-Hardegger confirma la coartada de Frick ante el jurado de Zúrich. Asegura que incluso le había anunciado su visita con antelación. La noche del asalto la pasó contestando correspondencia mientras le esperaba. “Frick llegó a eso de las tres. Y después de comentar algunos asuntos políticos se fue al dormitorio de huéspedes que le había preparado”.
El juez se muestra escéptico y quiere saber más: “¿No son horas inusuales para una secretaria?” Ella responde imperturbable: “Soy partidaria de los métodos de trabajo modernos que no están sujetos a ningún horario de oficina.” La coartada de la funcionaria sindical tiene más peso que la munición hallada en la vivienda de Frick, por lo que el jurado del tribunal deja en libertad al sospechoso.
La confesión de un anarquista suizo en Alemania
Cuatro años más tarde se produce un giro inesperado en el caso del “asalto de Zúrich”. El anarquista suizo Robert Scheidegger cumple condena en una sombría prisión de Alemania y la nostalgia que siente por su mujer e hijos está a punto de volverle loco. Persuadido por el párroco de la prisión, decide dejarlo todo y empezar una nueva vida. Entonces, confiesa que él y su amigo Ernst Frick, junto con otros dos anarquistas, atacaron el cuartel de policía para liberar al ruso Kilaschitzki.
El juicio de la bomba en Suiza
Scheidegger declara que durante la huida se deshizo por puro pánico de la bomba que explotaría al día siguiente hiriendo a unos niños inocentes. Cuando llega a Zúrich una copia de la confesión, el fiscal del cantón ordena la inmediata detención de Ernst Frick y Margarethe Faas-Hardegger.
En abril de 1912 Robert Scheidegger es extraditado a Suiza. Se encuentra en un lamentable estado mental. El fiscal cantonal concluye que padece paranoia y delirios religiosos, por lo que decide suspender el proceso.
Sin embargo, el fiscal federal Otto Kronauer se muestra a la altura de su reputación de “destructor de anarquistas” implacable. Dado que los delitos relacionados con material explosivo son competencia del Estado federal, Kronauer presenta cargos contra Frick por uso ilegal de explosivos “con fines criminales”.
¿Era peligrosa la bomba?
Durante semanas el caso de la bomba ocupa todos los titulares. Los médicos explican detalladamente ante una sala de juicio abarrotada el estado mental de Robert Scheidegger y expertos en explosivos discuten la peligrosidad de la bomba metida en la lata.
Se toma declaración a cerca de treinta testigos, incluyendo a Margarethe Faas-Hardegger, quien cae en contradicciones peligrosas, no solo para su amigo Ernst Frick sino también para ella misma. Pues si Frick fuera condenado, ella tendría que hacer frente a un proceso penal por falso testimonio.
Ernst Frick es declarado culpable. A pesar de los diez años de prisión que pide el fiscal federal Kronauer se le impone una leve pena de un año de cárcel.
La víctima es la mujer
Margarethe Faas-Hardegger es condenada poco después a cuatro meses de prisión por falsa coartada y a pagar el entonces exorbitante costo del juicio, que ascendía a 1 200 francos. No solamente pierde el respeto de la sociedad, sino que al querer proteger a un anarquista violento incluso el propio movimiento sindical se vuelve contra ella.
Solo la revista Scorpion, de las juventudes socialistas radicales, se muestra orgullosa de su actitud: “Se dirigió al calabozo con la cabeza alta, consciente de que solo había cumplido con su deber. A su paso, los fariseos y escribas, los sacerdotes y demás gusanos miserables murmuraban: “criminal”. Sin embargo, millones de una nueva generación gritamos con alborozo: “heroína”.
Margarethe Faas-Hardegger no fue la única a la que el asalto al cuartel de policía le cambió la vida. El joven policía Beck colgó su uniforme poco tiempo después y volvió a su profesión de cerrajero.
No obstante, la peor parte se la llevó Georg Kilaschitzki, objetivo del intento de liberación de los anarquistas de Zúrich. Poco después del asalto fue extraditado a Rusia “con suma discreción”. Más allá del rumor de que le habían matado de un disparo al intentar fugarse de una cárcel rusa, nadie volvió a oír hablar de él en Suiza.
Atentados en Suiza
Una mirada retrospectiva a la historia de Suiza muestra que los actos de violencia con trasfondo político fueron mucho más frecuentes de lo que hoy podemos imaginar. El primer atentado terrorista en suelo suizo tuvo lugar en 1898 contra la emperatriz Elisabeth de Austria (Isabel de Baviera), que fue apuñalada por el anarquista Luigi Lucheni. Sissi fue la primera víctima del terror anarquista en Suiza, pero no la última.
A principios del siglo XX Suiza fue escenario de una auténtica ola de violencia terrorista. Los anarquistas atacaron bancos y el cuartel de la policía en Zúrich, intentaron volar varios trenes, chantajearon a los empresarios, cometieron atentados con bombas y asesinaron a personalidades políticas.
La mayor parte de los terroristas procedían del extranjero: rusos, italianos, alemanes y austriacos que habían encontrado asilo político en Suiza. Solo unos pocos eran suizos y la mayor parte de estos mantenía un estrecho contacto con anarquistas extranjeros. Sin embargo, el terror que estos criminales produjeron fue generalmente mayor que el daño. A veces eran tan inexpertos que las bombas les explotaban accidentalmente mientras las fabricaban.
Para Suiza, la violencia anarquista fue un desafío político. El país reaccionó con expulsiones y un endurecimiento de las leyes. En la denominada Ley de Anarquistas, de 1894, se aumentaron las penas para todos los delitos cometidos con ayuda de explosivos y se condenó también los actos preparatorios. Pero al mismo tiempo, Suiza se negó a endurecer la legislación en materia de asilo y continuó brindando una generosa protección a los perseguidos políticos.
Traducción del alemán: José M. Wolff
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