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El Darién, un abismo para los sueños de la migración

Irene Escudero

Capurganá (Colombia), 21 jun (EFE).- Como los miles de personas que cruzan el Darién, una densa y peligrosa frontera natural sin muros ni concertinas que separa Colombia y Panamá, rumbo a Centroamérica, Juan Carlos quiere un futuro mejor y una educación para su hijo y que así «no sea uno más del montón».

«Lo más arriesgado de una de las selvas más inexploradas del mundo son las mismas personas»; ni las víboras ni otros animales, asegura este venezolano.

Salió de Capurganá, un turístico pueblo colombiano colindante con Panamá, junto a 70 haitianos, incluidos diez bebés, avanzando en la selva por la orilla del río. Descansaba en duermevela, «aguantando hambre» y aferrado a un «zapatico» de su hijo.

«Puedes ver huesos humanos, cráneos que ya llevan diez años y quién sabe de quién serán», relata este joven. Él vio a un niño morir. Una vez en Panamá supo que su experiencia no fue la peor. Allí supo de hombres violados, mujeres abusadas, gente que no llegó…

«Se perdieron diez y se perdieron y ya, y hay que seguir avanzando, y se perdieron y a nadie le interesa, y se perdieron pues», repite frustrado. Se perdieron. Y a nadie le importó porque se desconoce cuántos se quedan en el camino.

Según Panamá, unos 17.000 migrantes llegaron desde Colombia entre enero y abril, un aumento respecto a otros años, y el Gobierno panameño contabiliza «aproximadamente» 12 muertes.

UN PUNTO OPACO

Hasta Capurganá el trayecto es «fácil». Los migrantes, la mayoría haitianos, llegan desde Brasil o Chile remontando en autobuses y entran por Ipiales, en la frontera ecuatoriana. Atraviesan Colombia por carretera hasta Necoclí, en el Caribe, y de ahí un barco, el mismo que utilizan los turistas, les lleva hasta Capurganá.

El puerto de Capurganá es un muelle pequeño, con lanchas pesqueras y coloridos hoteles al frente. El pueblo se cierra cuando llegan casi todas las mañanas 200 o 300 personas.

Pequeños vehículos los sacan del pueblo, bajo la mirada de los vecinos y los turistas que hacen ojos ciegos a lo que ahí sucede, hasta un punto donde el relato se difumina.

«La idea era llevarlos por la montaña porque ellos no la conocen, hasta cierta parte en territorio colombiano, cerca de Panamá», cuenta a Efe Emigdio Partúz, representante del Consejo Comunitario de Acandí (Cocomanorte), donde está Capurganá.

Esta organización ha sido acusada de tráfico de migrantes por «llevarles» por la montaña, pero Partúz se defiende: «Seguro que estamos haciendo cosas mal y cometiendo errores, pero el Gobierno no hace nada».

De su paso por la selva se escuchan todo tipo de atrocidades de las que nadie habla, aunque el rumor retumbe.

«Son sujetos de robo, extorsión, trata de personas por parte de organizaciones delicuenciales que están y tienen una estructura en la selva», explica Luis Lanza, coordinador en Panamá del Consejo Noruego de Refugiados (NRC).

Hace poco una pareja de cubanos dio marcha atrás acobardada. «Por aquí no vayan a pasar, hermanos», les dijeron por Whatsapp a unos compañeros que venían detrás. «A nosotros nos mataron a los guías de un tiro en la cabeza, nos quitaron la plata. A las mujeres las violaron a todas (…). Te matan, loco, por aquí no pases», describía atropelladamente.

¿QUIÉN ESTÁ DETRÁS?

Por dónde cruzar «depende de la instrucción que haya del uso de una ruta, sobre la capacidad de pago que tenga la gente y la decisión que tome el Consejo Comunitario», explica Cesar Mesa, jefe de la oficina de ACNUR en Apartadó.

Migración Colombia sabe que hay un problema. «Hay multipresencialidad de organizaciones criminales, la operación no es sencilla», admite a Efe el director de Migración, Juan Francisco Espinosa.

Es difícil saber si una lancha transporta migrantes o cocaína o si por una ruta se mueve droga o se trafica con seres humanos, pero sí hay «unos grandes cerebros» que se están llevando mucho dinero.

En esta zona no han identificado a extranjeros que controlen el negocio; quien «mantiene el ambiente es el Clan del Golfo», la banda criminal más grande del país.

Hay «personas que claramente están traficando con migrantes y otros que están participando en una actividad de la que no son conscientes», explica Espinosa. Entonces, «no puedes llevarte a todo un pueblo a la cárcel».

«Si no tienes dinero no vales nada», reconoce el venezolano. «Se trata de ofrecer un Estado donde se pueda ser feliz», divaga el joven, que ahora continúa hasta EE.UU. y reconoce que si le deportan, volvería a migrar.

«Sé que me van a explotar. Sé que me falta pasar por México, por Honduras, pero vale la pena arriesgarse», confiesa.

Ese temple está presente en cada rostro que pasa por el Darién. «Un cubano nunca tiene nervios», grita desde el barco rumbo a Capurganá un joven. «El susto mío era quedarme en Cuba pasando hambre», alega, resumiendo un sentir común: el aspirar a una vida mejor. EFE

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