Los refugiados que trajeron vida a un pequeño pueblo olvidado de España
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Con una población escasa y anciana, el pequeño pueblo rural español de Burbáguena «se moría», sentencia Pilar Rubio recordando los tiempos anteriores a la apertura de un centro de refugiados que volvió a llenar sus calles de familias y niños.
Volver a «ver tantos niños es una maravilla», dice Rubio, de 73 años, que emigró de joven a Alemania y volvió luego a Burbáguena, donde vive jubilada.
En 2021, la asociación Accem, que nació a mediados del siglo XX para ayudar a los emigrantes españoles, eligió este pequeño pueblo de la provincia interior de Teruel, en Aragón (norte), para abrir un centro de solicitantes de protección internacional.
«Las ciudades cada vez son menos hospitalarias. Hay un ambiente más hostil para las personas que llegan nuevas y creíamos que el mundo rural podía ofrecer mejores situaciones para la integración», explica Julia María Ortega García, responsable territorial de Accem de Aragón.
Desde su apertura en mayo de 2021, el centro atendió a más de 1.000 personas que aguardan el visto bueno de las autoridades españolas para quedarse definitivamente. Un centenar se instaló en la zona, muy necesitada de revitalización.
Durante la espera, aprenden español -con los ingredientes de la paella, por ejemplo-, juegan a fútbol y voleibol, y participan en las actividades del pueblo.
Antes, Burbáguena tenía unos 200 habitantes, y hoy supera los 350; había un par de niños y hoy hay 25; se recuperó el servicio de autobús escolar a Calamocha y la farmacia, el bar y la panadería pueden abrir casi a diario.
– Diferente a Madrid o Barcelona –
El venezolano Néstor García, de 35 años, vive en el centro con su mujer e hija y encontró trabajo en una fábrica de jamones tan pronto recibió el permiso de trabajo -suele tardar seis meses-.
«La España que siempre vemos es la España de Madrid, la España de Bilbao, la España de Valencia, la España de Barcelona. Y no conocemos esta España, esta España rural, esta España muy bonita», narra emocionado García, que quiere quedarse a vivir aquí.
El trato con los ancianos es un consuelo para Souleymane Ali Dobi, un nigerino de 25 años que escapó de su país después de que mataran a su padre. Los ancianos «me recuerdan a mis padres, es como si hablara con mis padres», narra.
La llegada de los refugiados supuso «una revolución», explica el panadero Jesús Peribáñez, que surte de pan al centro y que ha enseñado su oficio a varios de los recién llegados.
A sus 64 años, Peribáñez reparte pan a 14 pueblos cercanos, y próximo a la jubilación, está intentando que alguien continúe con un negocio esencial.
En Teruel viven menos personas -135.000- de las que solicitaron asilo en España en 2024 -más de 167.000, según Acnur. Sus menos de 10 habitantes por km2 la convierten técnicamente en «un desierto demográfico».
La falta de oportunidades lleva décadas empujando a su población a Barcelona, Madrid y Valencia, lo que, unido a la baja natalidad española, ha dejado amplias zonas rurales españolas llenas de ancianos. Son la llamada «España vacía».
«Tenía que firmar las actas de defunción, llevar el cementerio, sabía la edad de todos los del pueblo y estaba viendo cómo mi pueblo se moría, estábamos ya cruzando el límite sin retorno», recuerda José Luis Pardos, de 64 años que hoy ayuda a los refugiados y que trabajó en el ayuntamiento.
– Del sufrimiento a la generosidad –
El pueblo aprobó en asamblea la apertura y hoy en día sus pocos detractores guardan silencio.
El centro acoge a usuarios de Venezuela, Colombia, Perú, Mali, Níger, Burkina Faso, Senegal, Afganistán y Ucrania, una cuarta parte de ellos niños en edad escolar.
El alcalde del pueblo, Joaquín Peribáñez, de 66 años y hermano del panadero, apostó fuerte por la llegada de los refugiados, y ve «un paralelismo» entre los refugiados y quienes tuvieron que abandonar Teruel que contribuye al buen entendimiento.
«A los mayores del pueblo les recuerda a las vivencias» de sus familias, si bien las de los refugiados «te ponen la piel de gallina».
«Vienen con muchas historias duras, con mochilas cargadas de mucho sufrimiento y creo que vienen con una capacidad de generosidad, de empatía, de resiliencia, que facilita mucho el contacto, las relaciones positivas y la fraternidad», sostiene Elena Orús, directora del centro.
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