La sacralización de la frontera
El día de la Fiesta Nacional se celebra la historia de un país, de su cultura y de sus tradiciones. Esta efeméride está íntimamente ligada a la noción de frontera. Fronteras que hoy día ocupan demasiado espacio y nos obstaculizan la vista, advierte la periodista y escritora francosuiza Joëlle Kunz.
Nuestras sociedades se construyen a través de la historia, pero también por medio de la geografía. Hace doscientos años, el 1 de agosto de 1818, el mapa topográfico Dufour no existía aún. El espacio suizo estaba conformado de manera diferente, y definido por relaciones de fuerza políticas y militares cambiantes. Comenzado en 1832, bajo el régimen instaurado con el Pacto de 1815, el mapa que hoy representa nuestro lugar en el mundo no se terminó hasta 1865, 17 años después de la creación del Estado federal.
Provisto para nosotros de un carácter intemporal e inmutable, el mapa cumple un acto mágico de asignación de propiedad: aquí, en el interior de ese contorno dibujado casi al milímetro, nos encontramos en casa. Es “nuestro país”. Hemos aprendido en el colegio su forma, al mismo tiempo que su historia, una historia que sirve siempre para explicar la geografía, jamás al contrario. Y eso es un error.
El 1 de agosto de 1918 el mapa tenía apenas 50 años, no había calado aún en todos los escolares suizos y una buena parte de los adultos no lo había visto jamás. Pero al empezar ese quinto año de guerra “nuestras fronteras” habían conquistado ya su valor sagrado. Los soldados que las defendían morían de la gripe española. Era su sacrificio a la patria. Debido a la epidemia, las asambleas públicas del 1 de agosto fueron suprimidas.
El 2 de agosto William Martin escribía en el ‘Journal de Genève’: “Ningún territorio es indiferente al equilibrio de Europa, el valle del Mosa y las costas de Flandes tienen ciertamente un valor decisivo para la historia, pero ¿se comprende bien, en nuestro país y en el extranjero, lo que significa la cordillera de los Alpes, la cima de Europa? La potencia militar que tuviera el San Gotardo sería el amo del mundo, y nadie podría hacer nada contra esa potencia. Los belgas han protegido Lieja y Amberes, los franceses han luchado por París, y nosotros hemos defendido nuestro San Gotardo y los Alpes”.
Era como decir que la geografía hace la historia.
La frontera se ha alzado como icono político sobrecargado de sentido
En enero de 1918 el presidente Wilson presentaba al Congreso de los Estados Unidos los “Catorce Puntos”, con los que pretendía dar inicio a la negociación de un futuro tratado de paz. En ese documento se subrayaba nítidamente la noción de “integridad territorial” de las naciones, tanto de las que ya existían como de las que se crearan en el futuro. Las autoridades suizas se mostraron entusiasmadas al ver así confirmada la legitimidad de las fronteras nacionales, cuya fragilidad se había puesto de manifiesto durante el conflicto. El Pacto de la Sociedad de Naciones, redactado el año siguiente, reafirmaba aún más el principio de inviolabilidad de las fronteras, como también lo subrayaría después, en 1945, la Organización de Naciones Unidas. Hoy existen 226 000 kilómetros de fronteras terrestres inviolables en todo el planeta. Cambiarlas por la fuerza está severamente castigado. Inmediatamente se decretan sanciones internacionales (que, por supuesto, no siempre se respetan).
De ser un instrumento puramente material en el siglo XIX, cuando las naciones reivindicaban sus territorios frente a las potencias o los imperios, la frontera se ha alzado como icono político sobrecargado de sentido. Se ha hecho intocable y se la ha sacralizado. El dogma de la Santa Frontera tiene hoy una gran importancia para la conducta política de las naciones. No así para la conducta económica y la maximización del producto interior bruto (PIB).
El 1 de agosto de 2018 está marcado por el enfrentamiento entre la Santa Frontera y el PIB. El mapa Dufour, aunque bien asentado en los corazones, no es suficiente para llenar los estómagos y satisfacer las mentes. El espacio que delimita es demasiado estrecho para la economía y la cultura. Discutimos entonces las prioridades: ¿más soberanía dentro de nuestras fronteras o más intercambios con el exterior? ¿Más independencia o más interdependencia? ¿Menos Europa o más Europa? Terminamos por no saberlo.
Últimamente Santa Frontera ha ganado influencia bajo el efecto en masa de todos los que han votado por ella en el mundo, en Gran Bretaña, Estados Unidos, Alemania, Italia, Europa central y oriental. No está en condiciones de revertir el orden de la libre circulación de personas y bienes pero lo envenena con una argumentación nacionalista que debilita sus méritos. Las élites gobernantes de las sociedades abiertas están sin aliento. Ya no se escuchan sus palabras. Sus electores les han abandonado.
Se apela urgentemente a Santa Frontera para protegernos de los inmigrantes, convertidos en “sin papeles” nada más entrar, es decir, sujetos a encarcelamiento, detención o expulsión. La hospitalidad es un deber, no una obligación. La última palabra la tenemos nosotros. Lo pasamos mal, divididos entre el miedo a la “invasión”, el miedo a los que tienen miedo de la “invasión”, el miedo a cometer o dejar de cometer injusticias, el miedo en fin de no estar a la altura política y moral de los desafíos de un mundo abierto.
El mundo inteligible de las alianzas de ideales o de intereses compartidos da paso a un mundo ininteligible de estados de ánimo nacionales
La sensación de impotencia caracteriza el espíritu público de este 1 de agosto de 2018. El terreno de los compromisos, de las soluciones trabajadas que se abren al progreso y nutren la confianza se ha reducido drásticamente. Ya no vemos el mañana. La frontera ocupa demasiado espacio. Obstaculiza la vista en Suiza. Obstruye el entendimiento y la armonía en Europa. Saca pecho al otro lado del canal de la Mancha y en el Medio Oeste norteamericano.
Su última jugada sería la más cómica si no fuera tan deprimente. Durante mucho tiempo la frontera delimitaba, más allá del contorno de los Estados, un conjunto de valores: las democracias liberales, los países comunistas, las sociedades libres, las dictaduras, las sociedades desarrolladas, las sociedades en vías de desarrollo, etc. Definía los ejes amigos/enemigos en torno a los cuales se ordenaban los debates políticos internacionales. Los conflictos se exponían en la ONU, plataforma mundial del debate y la deliberación.
En 18 meses Donald Trump no solo ha retirado a Estados Unidos de la mesa de deliberación internacional, sino que ha destruido las alianzas que le proporcionaban sus argumentos. El campeón del mundo liberal ya no diferencia una democracia de una dictadura. De un régimen autoritario a la rusa hace un amigo potencial, mientras que de una Unión Europea liberal un posible enemigo. Los antiguos límites entre amigos y enemigos desaparecen o cambian de rumbo. Los vamos a echar en falta; es el colmo. Porque el mundo inteligible de las alianzas de ideales o de intereses compartidos al que nos habíamos habituado, si no aceptado, ha dado lugar a un mundo ininteligible de estados de ánimo nacionales desfilando desvergonzadamente bajo la remendada bandera de su vanidad. El cambio es angustioso. Para Henry Kissinger (95 años), que simboliza el orden internacional de la posguerra, “Donald Trump es tal vez una de esas figuras que aparecen de vez en cuando en la historia para marcar el final de una época”. El exsecretario de Estado no dice lo que piensa personalmente de Trump, sino de la época futura, de la que afirma que será “muy, muy seria”.
Mientras no llueva en el Grütli este 1 de agosto de 2018.
Traducción del francés: José M. Wolff
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