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«Clandestino» que amaba el futbol y la mermelada de fresa

Trabajadora italiana con su hija, a su llegada a Brig, en 1963. RDB

Javier tenía ocho años cuando su madre lo trajo de España. Venía con la ilusión de descubrir un país hermoso con montañas nevadas y yogures deliciosos, pero al cruzar la frontera se convirtió en “ilegal”, no le fue dado extasiarse con el paisaje y quedó huérfano de escuela, de amigos y del deporte que era su pasión.


Hoy, 54 años más tarde, comparte con swissinfo.ch sus recuerdos como hijo de trabajadores emigrantes.

Los temporeros, como sus padres, trabajaban en Suiza de marzo a noviembre, a cambio de salarios exiguos, sin prestaciones sociales y sin la posibilidad de un reagrupamiento familiar. Aquellos que traían a sus hijos lo hacían de manera subrepticia y vivían bajo la zozobra de ser descubiertos y repatriados. 

De esa manera, cientos de miles de familias quedaron separadas ante la disyuntiva de alimentar a los hijos o quedarse con ellos, u optaron por traerlos con ellos y mantenerlos escondidos.

Recuerda Javier:

“Antes de irse a trabajar, mi madre me daba un beso y me llevaba a la cama un vaso de leche caliente y dos panes con mantequilla y esa mermelada que me encantaba, de fresa o albaricoque, que vendían en unos potes redondos. A medio día venía, en esos tranvías alimentados con carbón, para hacerme de comer. El resto del tiempo yo estaba solo. Yo era todo mi equipo de futbol y me sabía de memoria los tebeos que mi abuela mandaba de Madrid”.

A sus ocho años, como tantos miles de otros niños, Javier era una “ilegal”. Un “fuera de la ley” al que su padrastro enseñaba a escribir, porque tenía vedado ir a la escuela,  y que tiritaba de frío en ese departamento del barrio bernés de Breitenrein, sin calefacción, por el que pagaban 50 francos mensuales de alquiler.

“Como de la Gestapo”

Un día, alrededor de un año después de su llegada a Suiza, lamaron a la puerta. Su madre le ordenó: “¡Escóndete debajo de la cama!”, pero fue inútil. Algún vecino los había delatado y los policías sabían de su presencia. “Eran dos hombres, los veo todavía delante de mí. Llevaban gabardinas largas como los de la Gestapo. Mi madre lloraba y yo prendido a su falda le preguntaba ‘¿Qué pasa mamá? ¿Por qué lloras?’”

Quiso la suerte que toparan con un agente de migración sensibilizado, y en lugar de enviar a Javier de vuelta al país de origen, como sucedió en muchos casos, lo mandó a la escuela. “¡Yo estaba feliz… tenía tantas ganas… estaba tan solo!”

Pero no todo fue miel sobre hojuelas. Sus compañeros de clase lo rechazaron de inmediato. Nadie quería sentarse con él y hasta lo golpeaban. “Lo que me salvó fue el futbol, yo era muy bueno y ellos muy malos, así es que cuando me vieron jugar se quedaron con la boca abierta y desde ahí me aceptaron”.

Años más tarde entrenaría en el Real Madrid y, compensaciones del destino, tendría la suerte de cruzar unos balones con su ídolo deportivo. “Me estaba atando las agujetas, cuando me llega un balón. Alzo la vista para ver de dónde venía y me encuentro de frente con AmancioEnlace externo. ‘Levántate, me dijo, vamos a dar unas pataditas’. Para mí fue algo maravilloso”.

Una lesión lo apartó del balón pie y la nostalgia lo trajo de vuelta a Suiza.

Entre risas y lágrimas

Hoy, a los 62 años, recuerda entre carcajadas la embutida de cervelas que se propinó en cuanto bajó del tren. Pero también recuerda, con la voz entrecortada, los controles en la frontera. “Eran de lo más tirado: ‘¡Los españoles, a la derecha!, ordenaban. Los desnudaban… era humillante. Resiente el dolor de su madre, separada de sus otros dos hijos.

“Mira -me dice llevándose la mano al corazón-, llevo tanto aquí dentro que no podré perdonar jamás. Yo quiero a Suiza con todo mi corazón. Aquí vivo y tengo amigos fantásticos, pero no podré olvidar nunca el sufrimiento que he visto y que he vivido”. 

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