Desigualdades visibles e invisibles
Durante las últimas cinco décadas, el objetivo de reducir la pobreza ha adquirido más relevancia que el de disminuir las desigualdades en los países del Sur. Tres décadas de políticas neoliberales también nos ha vuelto más indiferentes, incluso a formas de desigualdad que pueden poner en riesgo la vida.
La renovada atención a las desigualdades económicas y sociales que existen en el Norte es oportuna y bienvenida. En el Sur, no obstante, la prioridad sigue siendo reducir la pobreza a través de un crecimiento económico más rápido, a pesar de las desigualdad de riqueza e ingresos. El interés por reducir las desigualdades en el Sur comenzó a decaer hace medio siglo bajo la influencia de políticas de ayuda occidentales, que daban prioridad a las necesidades básicas y a la reducción de la pobreza, en vez de promover medidas como reformas agrarias capaces de aliviar la pobreza y mitigar las desigualdades rurales. Esta indiferencia se ha intensificado con el paso de los años hasta convertirse en una negligencia sistémica.
Las desigualdades, como sabemos, menoscaban la vida humana. Sin embargo, la pandemia ha revelado algo que también sabíamos desde hace mucho, pero que decidimos ignorar por su trivialidad: las desigualdades también pueden poner en peligro la vida humana. Al revelar el nexo entre la desigualdad y la discriminación, el movimiento Black Lives Matter levantó el velo sobre las desigualdades ocultas y consiguió, en cierta medida, despertar nuestros reflejos de choque. Las diferencias raciales y sociales en la mortalidad por COVID no habrían recibido la misma atención probablemente. Las diferencias raciales en las tasas de mortalidad materna también han sido noticia recientemente. Puede que no nos sorprendan a la mayoría de nosotros, pero ahora nos conmocionan.
Reconocer y abordar la desigualdad implica la deliberada toma de decisiones políticas. No hay razón, a priori, para esperar que las sociedades tiendan a una mayor igualdad. Además, décadas de neoliberalismo han debilitado de tal manera las instituciones y la rendición de cuentas, incluso en países considerados teóricamente como democracias, que existe el riesgo de que nuevas formas de desigualdad que amenazan la vida no se registren con suficiente contundencia en nuestros radares.
Por ejemplo, el aire limpio. Los países en desarrollo tienen la peor calidad del aire según la mayoría de las clasificaciones; 27 de las 30 ciudades con los niveles más altos de contaminación atmosférica se encuentran en el sur de Asia. La OMS estima que esto provoca siete millones de muertes prematuras al año en el mundo, con un impacto desproporcionado entre las personas más pobres que viven en la calle y en barrios marginales, o trabajan al aire libre expuestos a un aire tóxico. Históricamente, el aire que se respira en las ciudades industriales con mayor crecimiento en el mundo ha sido mortal, a menudo durante largos periodos. Mientras ricos y pobres se vean obligados a respirar el mismo aire, podemos esperar una voluntad política para depurarlo. Pero cabe preguntarse si esta voluntad se materializará, o cómo, cuando los ricos pueden vivir recluidos en burbujas climáticas controladas y producidas por purificadores, filtros y acondicionadores de aire.
La privatización del aire limpio, con todas las consecuencias que esto tiene para la salud y la morbilidad, y su desaparición como bien común reflejan los terribles niveles a los que puede llegar la desigualdad. No es un caso asilado. Muchos de nosotros preferimos comer sashimi en las ciudades del Sur que beber agua de los grifos locales. Los purificadores de agua domésticos que son asequibles para las clases medias han liberado a las autoridades locales de la obligación de proporcionar agua potable. Mientras la gente que no puede permitirse los purificadores de agua se las arregla como puede, la venta de agua potable se ha convertido en un negocio en jauja. En Bangalore, India, donde los complejos de apartamentos de clase media en barrios nuevos dependen de los camiones cisterna que transportan el agua subterránea por carretera y recorren largas distancias, una poderosa «mafia de camiones cisterna» ha retrasado deliberadamente los planes suministro público de agua.
La sanidad pública y la educación también han colapsado en muchos países pobres porque la clase media ha huido a las clínicas, hospitales y escuelas privadas, de las cuales la mayoría operan con ánimo de lucro. Los incentivos y efectos perversos de la atención sanitaria «con ánimo de lucro» son bien conocidos. Por lo que sabemos, la resistencia microbiana generalizada a los antibióticos puede convertirse algún día en su legado más “democrático”. Las escuelas privadas son, como sabemos, una pendiente resbaladiza hacia la desigualdad de acceso a la educación universitaria y al empleo. La seguridad es otro bien en el que la privatización y la desigualdad han ido de la mano, ya que los ricos se resguardan en comunidades cerradas, mientras los guardianes públicos de la ley y el orden descargan su frustrada autoridad sobre los más pobres e indefensos.
Incluso en tiempos de COVID, es difícil imaginar un mundo distópico en el que el aire limpio tiene un precio. Sin embargo, es un pensamiento aleccionador que, ya sea por optimismo o por un sentido del fatalismo, podría hacernos proclives a normalizar resultados muy controvertidos en el pasado, sin permitirnos apreciar a cabalidad todo lo que está en juego. Pensemos en cómo se suelen considerar los recintos históricos de los bienes comunes rurales. Las restricciones a la búsqueda de alimentos, combustible o forraje en los bosques, al pastoreo en tierras comunes, a la pesca en arroyos públicos, etc., privaron a los pobres de las zonas rurales de sus derechos consuetudinarios y agravaron la pobreza y la desigualdad. Como es sabido, este proceso de cercamiento tuvo profundas consecuencias para la tenencia y propiedad de la tierra, así como la aparición del trabajo asalariado y el capitalismo agrario. Pero los argumentos de que la privatización de los bienes comunes reconfiguró fundamentalmente nuestra relación con la naturaleza, mercantilizando sus dones cotidianos como preludio de la privatización y la monopolización de otros elementos esenciales de la vida para fomentar nuevas relaciones de poder, no suelen recibir la consideración que merecen. Sin embargo, estas perspectivas pueden ayudarnos a reconocer y comprender mejor un fenómeno como la privatización del aire limpio.
No siempre podemos confiar en que nuestra sensibilidad en el ámbito de las ciencias sociales para reconocer las desigualdades, muchas de las cuales no estamos acostumbrados a ver por experiencia. Pero Black Lives Matter nos ha vuelto a enseñar el papel que desempeña el poder en la producción, reproducción, desplazamiento y supresión de las desigualdades. También nos ha mostrado la omnipresencia de la negación –solo hay que pensar en lo que tardó la sociedad en reconocer la realidad de la discriminación contra las mujeres o los parias [en India]- y el tipo de movilizaciones necesarias para hacer visibles las desigualdades y confirmarlas como tales.
Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no reflejan necesariamente las de SWI swissinfo.ch
Este artículo se publicó originalmente en la edición de marzo de 2021 de Global ChallengesEnlace externo, IHEID.
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Traducción del inglés: Andrea Ornelas
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