“El mejor medio para contener el malestar democrático”
La iniciativa popular es esencial para la democracia, porque le da voz y permite canalizar los impulsos que de lo contrario tendrían consecuencias fatales, sostiene el jurista e historiador Olivier Meuwly.
Las democracias representativas atraviesan un período difícil: crisis de confianza, crisis de autoridad, pero también crisis del Estado liberal y de providencia como se diseñó en los primeros años de la posguerra. Nacido de una auténtica revolución cultural que invadió las democracias occidentales a partir de los años 1970, el individualismo prosperó sobre los escombros de una vida política cuyos viejos soportes, partidos, sindicatos o asociaciones de todo tipo cambiaban inexorablemente. La explosión de la era digital a la vuelta del milenio remató el trabajo de descomposición, apelando a la emergencia de nuevos puntos de referencia.
Europa, en su expresión económico-política, ha seguido la misma espiral negativa. Al borde de la implosión, asiste impotente a un profundo malestar que ha invadido sus instituciones y las de sus Estados miembros. En todas partes se entona la misma música, acompañada por el concierto tecnológico que otorga a todos el derecho de palabra, juzgado –con o sin razón– como confiscado por élites que supuestamente han fracasado: hay que restituir el poder al pueblo, la democracia solo puede ser “directa” y “participativa”.
Si admitimos que cada individuo dispone de un voto el día de las elecciones, tiene una opinión y el deber de votar.
Suiza conoce estas herramientas de la democracia directa. Aun así, las críticas se multiplican, aunque en un tono distinto: ¿Nuestra democracia semidirecta no contribuye también a alimentar el desconcierto de la población, exaltando sus pasiones más dañinas?
Como es habitual en nuestro país, en el ámbito de la democracia directa, los pioneros son los cantones: en 1830 inventan el derecho de veto, y en 1845, el referéndum legislativo y la iniciativa, que permite una revisión parcial de la Constitución.
La Constitución Federal de 1848 es prudente. Incluye el derecho de iniciativa, pero el procedimiento es complejo y solo se contempla para una revisión total. Las cosas cambian en 1874. Suiza busca un nuevo equilibrio: ¿Qué peso otorgar a los cantones? ¿Qué fuerza atribuir al pueblo suizo en su conjunto? Se logra un compromiso: se aumentan las competencias de la Berna federal se refuerzan las del pueblo. El referéndum legislativo es adoptado.
En 1891 se completa el sistema con la iniciativa popular. Los partidos minoritarios, los conservadores católicos, y más tarde los socialistas, se sirven de ella para ejercer una fuerte influencia sobre el desarrollo del país, al margen de las justas electorales. Si el Parlamento conserva la capacidad de sintetizar las ideas que surgen a lo largo y ancho del país, el pueblo, en última instancia, decide y ordena. La idea del consenso a escala gubernamental deriva de forma natural del libre juego de los derechos populares. El diálogo es necesario para evitar la parálisis. Las elecciones, a partir de 1919 con sistema proporcional, coronan nuestra estructura democrática.
Punto de vista
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¿Este equilibrio no sería más pertinente? Lo dudamos. El periodo de entreguerras, propicio a todos los excesos, obligará a las fuerzas a colaborar, manteniendo el vagón helvético sobre el riel de una moderación inhabitual en aquella época. En los últimos años se han lanzado iniciativas poco afortunadas. ¿Pero este fenómeno condena el principio? Es fácil estigmatizar la iniciativa como un factor de “populismo”, un término –por desgracia– tan impreciso. ¿Pero es la única causa?
La iniciativa es, en realidad, el mejor medio para contener el malestar del que adolecen todas las democracias. Precisamente, porque consiente la expresión de la democracia y canaliza un resentimiento que de lo contrario sería mortal.
Mientras Europa no pierde la esperanza de una democracia participativa, Suiza ya la tiene y, además, mejor. Porque la suya está bien enmarcada en procedimientos sólidos, aunque perfectibles. La democracia directa no siempre es cómoda, pero su ausencia abriría, indudablemente, una brecha fatal entre gobierno y gobernados.
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Traducción del francés: Belén Couceiro
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