Cuando las bombas estremecieron Ginebra
Suiza, ¿una isla de paz y tranquilidad? ¡Desde luego no a comienzos del siglo XX! En 1902 y 1905 dos atentados con explosivos hicieron que Ginebra contuviera la respiración. Los autores fueron anarquistas italianos y rusos respectivamente.
El 23 de diciembre de 1902 una violenta explosión sacude el sueño de los ginebrinos. En el centro de la ciudad la detonación hace que los vecinos asustados salgan a la calle en camisón y llega incluso a oírse en los barrios periféricos.
Delante de la catedral de Saint-Pierre se alza una espesa nube de humo blanco. Todo el mundo sabe inmediatamente que se trata de un atentado con explosivos.
Unos desconocidos han detonado una carga de dinamita colocada junto a la catedral. La explosión abrió un boquete en el pórtico de la iglesia y los cristales de 319 ventanas del vecindario saltaron por los aires hechos añicos. En el lugar de los hechos aparecen restos del diario milanés Secolo, por lo que se sospecha que los autores del atentado son anarquistas italianos.
Sin embargo, las detenciones, los interrogatorios y registros domiciliarios practicados no llevan a la policía a ningún resultado. Solo una cosa parece clara: el atentado está relacionado con la huelga general que tres meses antes había sumido a Ginebra en un estado de agitación.
La lucha de clases se intensifica
En octubre el director de la compañía privada de tranvías despidió a los trabajadores de mayor edad para reemplazarlos por mano de obra más joven y barata. Los líderes sindicales amenazaron con ir a la huelga, pero el patrón se mantuvo firme y el conflicto derivó en la primera huelga general de Suiza. 15 000 obreros, la mayoría de Ginebra, se declararon en huelga y exigieron la readmisión de los compañeros despedidos.
La situación fue empeorando poco a poco. Se detuvo a los líderes huelguistas, se produjeron escaramuzas con la policía y ante la grave situación el gobierno decidió enviar 2 500 soldados. Aunque una cuarta parte de los soldados se negó a actuar contra los huelguistas, hubo numerosos heridos.
Medidas drásticas contra algunos soldados
Después de tres días los sindicatos desconvocaron la huelga. Hubo además algunas consecuencias judiciales que indignaron a los trabajadores: los huelguistas sin pasaporte suizo fueron expulsados, 108 soldados fueron castigados con penas de arresto y 17 militares comparecieron ante un consejo de guerra y fueron condenados por amotinamiento. Poco después el Consejo Federal [Gobierno suizo] rechazaría su solicitud de indulto.
«Dios y la cuestión social lo han querido así.» Escrito de confesión de “Dermann”
Cinco días después del atentado llega al Departamento de Justicia un escrito de confesión. “Dios y la cuestión social lo han querido así”, puede leerse en la carta, firmada por un tal “Dermann”.
Pero la policía conoce ese seudónimo. Pertenece a un tal Carlo Marchetto, expulsado recientemente por vagabundo. El escrito desencadena una gran persecución y se envía la foto de su ficha policial a numerosas comisarías de Suiza y el extranjero.
Daños a la propiedad, sin lesiones a las personas
El 29 de diciembre el fugitivo es detenido cerca de Neuchâtel. Hasta los periódicos de Australia se hacen eco de su arresto. Con una actitud colaboradora y solícita, el detenido admite no solo el atentado sino también robos en depósitos de municiones y otros hurtos. A algunos conocidos les confiesa que el atentado había sido en respuesta a la condena de los soldados amotinados.
Sin embargo, Marchetto no encaja con la imagen común del obrero militante anarquista. Su padre era ingeniero y él mismo dispone de una buena educación y habla varios idiomas. Ha trabajado como técnico en la construcción de ferrocarriles y túneles, donde aprendió a manejar explosivos.
“Alucinaciones y delirios”
Los expertos confirman que había planeado el atentado contra la catedral de modo que produjera el mayor terror posible pero sin poner en peligro vidas humanas. A pesar de ello, el fiscal duda de la salud mental de Marchetto y ordena que sea examinado. El informe psiquiátrico señala que padece “alucinaciones y delirios” y le declara no responsable de sus actos. Desde ese momento, el proceso carece de validez. Se recluye a Marchetto como enfermo mental peligroso y posteriormente se le deporta a su Italia natal.
Máquinas infernales en medio de un barrio residencial
Antes de que transcurran tres años, Ginebra vuelve a convertirse en escenario de otro atentado con explosivos. Aunque no es comparable con el atentado de la catedral, el incidente suscita preocupación y una nueva oleada de indignación. En esta ocasión el lugar de los hechos es la rue Blanche, de Plainpalais, un barrio al que se denomina “pequeña Rusia”, debido a la gran cantidad de vecinos procedentes de ese país.
Tras escuchar una fuerte explosión en el cuarto piso de un edificio de apartamentos, unos vecinos llaman alarmados a la policía. Los agentes encuentran a una mujer con una herida en la frente que les niega el acceso a la vivienda.
Cuando por fin consiguen forzar la puerta, se encuentran con una imagen terrible: “Manchas de sangre y restos de hueso y piel en el techo y las paredes” les hacen pensar que ha habido heridos. También encuentran bombas preparadas, detonadores y otros medios para hacerlas explotar.
“De forma casi milagrosa, una gran cantidad de sustancias químicas explosivas que estaban almacenadas en otras habitaciones no llegaron a explotar, lo que sin duda hubiera causado un enorme destrozo y graves daños”, se indica en la Schweizerischen Zeitschrift für Strafrecht (Revista suiza de derecho penal).
La vivienda, una sede clandestina
La vivienda de la conspiración era “un laboratorio químico, una oficina revolucionaria, una fábrica de pasaportes falsos y una imprenta” Neue Zürcher Zeitung
Tal y como podía leerse al día siguiente en el NZZ, la vivienda “sirvió al mismo tiempo de laboratorio químico, oficina revolucionaria, fábrica de pasaportes falsos e imprenta”. Los numerosos sellos hallados sugerían que se habían falsificado carnés y otros documentos oficiales a gran escala.
En un primer momento, la joven herida se niega a dar ningún tipo de información, aunque poco después declara, con total seriedad, que había pisado accidentalmente un petardo. Afirma que se llama Anna Markin y que había llegado de Rusia apenas unas horas antes. Cuando un policía se ofrece para llevarla al hospital, ella le responde que prefiere ir a la cárcel.
El hombre sin una mano
Mientras tanto, se presenta en el hospital cantonal un hombre que asegura que un disparo de revólver le ha arrancado varios dedos. Mientras los médicos le amputan la mano, la policía descubre que el herido es el químico ruso Boris Bilite y en su apartamento encuentran cuatro kilos de dinamita, varios metros de cable y cuarenta detonadores, así como libros y folletos sobre la fabricación de explosivos.
A los otros rusos que fueron vistos huyendo de la vivienda después de la explosión parece que se los ha tragado la tierra. Durante los días siguientes, una parte de la prensa habla acaloradamente de los refugiados rusos “que solicitan asilo”, se “unen mayoritariamente a partidos terroristas”, crean en sus viviendas “imprentas y laboratorios clandestinos” y cuando ven dificultades siguen su camino como “aves migratorias”.
Su objetivo es su patria, no Suiza
Sin embargo, por regla general los artículos de los periódicos son extraordinariamente moderados. En especial, si se tiene en cuenta que el explosivo acumulado en la vivienda clandestina hubiera sido suficiente para hacer saltar por los aires “varios edificios”. “Como cabía esperar, los rusos implicados en el caso de la explosión prefirieron cruzar la frontera”, informaba el NZZ.
“A pesar de la abundancia de explosivos encontrados en la rue Blanche se cree sin embargo que no se trata realmente de una fábrica de bombas, sino que Billite era algo así como el director de un curso de elaboración y utilización de explosivos, curso al que asistía asiduamente”.
Pero aunque se hubiera tratado de una fábrica de bombas los suizos no se hubieran sentido alarmados. A los rusos apenas les importaba la política del país anfitrión. Ellos ponen todo su celo en trabajar por la revolución en su patria.
La rusa misteriosa
El juez de instrucción decreta prisión incomunicada para Bilitte y Markin. Ambos se niegan obstinadamente a revelar su verdadera identidad. En especial, la misteriosa rusa da alas a la fantasía de los periodistas.
Anna Markin no era de una “belleza desconcertante”, sino “pequeña, desgarbada, de rasgos faciales duros, andares masculinos, suspicaz, silenciosa y fanática”. Journal de Genève
El Journal de Genève afirma que no se trata de una de esas eslavas de “belleza desconcertante”, sino que es una joven “pequeña, desgarbada, de rasgos faciales duros, andares masculinos, suspicaz, silenciosa y fanática”. No obstante, podría suponerse que fuera “la extraña y enigmática heroína de una tragedia en tierra moscovita”.
El NZZ es de la misma opinión y define a Markin como “una mujer enigmática, tal vez heroína de alguna tragedia sombría”. La prisión parece haberla afectado. Según informa la prensa, se encuentra en un estado “de gran agitación” y trata solo con insultos a cualquier persona que quiera hablar con ella.
Un mes después se cierra el caso contra los dos rusos, siendo celebrado con “viva alegría” por los estudiantes rusos de Ginebra. En ningún momento de la investigación las autoridades consiguieron establecer la identidad de los detenidos.
Imagen de antianarquista
Se examina el estado de ánimo de Boris Bilite y se determina que es “normal”. Por lo tanto, debe responder ante el Tribunal Federal, pues desde 1894 es la corte responsable para juzgar delitos relacionados con explosivos.
Durante su defensa, Bilitte se centra en cuestiones técnicas y alega que el explosivo no era dinamita convencional. Por lo tanto no se le puede condenar por un delito de posesión de explosivos.
Su táctica cuenta con el favor de los reporteros enviados al juicio. “No nos encontramos ante un activista violento que difunde su odio y sus creencias, ni de un apóstol que hechiza a las confiadas almas de los jóvenes exiliados rusos, sino de una persona con buena formación”, dice en tono de elogio el Journal de Genève.
“Durante su larga estancia entre nosotros [los suizos] Bilitte se ha adaptado plenamente a nuestra cultura; no tiene sueños insensatos; parece tener sentido de la realidad y de lo que es posible. […] Por eso, no hubo largas peroratas y apenas se han tocado las ideas por las que lucha todo un pueblo amante de la libertad”.
Condena leve
Bilitte consigue también achacar la culpa principal a los desaparecidos inquilinos de la vivienda y sale por tanto con una pena leve. En lugar de cinco años de prisión es sentenciado a dieciocho meses por “colaborar en la fabricación de explosivos”.
Sin embargo, debe ser expulsado tras cumplir la condena. Otto Kronauer, fiscal federal denominado el “Aplasta anarquistas” no se siente satisfecho con la sentencia. Está convencido de que el tribunal se ha dejado llevar por la compasión, porque Bilitte ya había resultado castigado con la pérdida de una mano.
En 1907 Boris Bilite solicita un adelantamiento de su puesta en libertad y pide que se rechace su deportación. Asegura que de cumplirse sería un “castigo especialmente severo” porque había vivido en Ginebra durante muchos años y tendría que dejar atrás a “todos sus conocidos y lo que más amaba”. Sin embargo, el Consejo Federal se mantiene inflexible.
Como en el caso de Carlo Marchetto, tras la expulsión se pierde el rastro del experto en explosivos Boris Bilite.
Atentados en Suiza
Una mirada retrospectiva a la historia de Suiza muestra que los actos de violencia con trasfondo político fueron mucho más frecuentes de lo que hoy podemos imaginar. El primer atentado terrorista en suelo suizo tuvo lugar en 1898 contra la emperatriz Elisabeth de Austria (Isabel de Baviera), quien fue apuñalada por el anarquista Luigi Lucheni. Sissi fue la primera víctima del terror anarquista en Suiza, pero no la última.
A principios del siglo XX Suiza fue escenario de una auténtica ola de violencia terrorista. Los anarquistas atacaron bancos y el cuartel de la policía en Zúrich, intentaron volar varios trenes, chantajearon a los empresarios, cometieron atentados con bombas y asesinaron a personalidades políticas.
La mayor parte de los terroristas procedían del extranjero: rusos, italianos, alemanes y austriacos que habían encontrado asilo político en Suiza. Solo unos pocos eran suizos y la mayor parte de estos mantenía un estrecho contacto con anarquistas extranjeros. Sin embargo, el terror que estos criminales produjeron fue generalmente mayor que el daño. A veces eran tan inexpertos que las bombas les explotaban accidentalmente mientras las fabricaban.
Para Suiza, la violencia anarquista fue un desafío político. El país reaccionó con expulsiones y un endurecimiento de las leyes. En la denominada Ley de Anarquistas, de 1894, se aumentaron las penas para todos los delitos cometidos con ayuda de explosivos y se condenó también los actos preparatorios. Pero al mismo tiempo, Suiza se negó a endurecer la legislación en materia de asilo, y continuó brindando una generosa protección a los perseguidos políticos.
Traducción del alemán: José M. Wolff
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