Una larga e intensa trayectoria
Enrique Ros vivió la época de mayor auge del ‘Café du Commerce’. Con sus 90 primaveras ya cumplidas, este catalán rememora los momentos más significativos de su vida.
Una vida marcada por el sacrificio y el trabajo, llena de altibajos, de los que siempre ha salido adelante.
La vida de Enrique Ros es digna de ser contada en un libro. Nació el 24 de febrero de 1914 en Fígols d’Organyà (provincia de Lérida), un pueblo del Pirineo catalán donde no había ni electricidad ni agua corriente, en el seno de una familia humilde. Sus padres eran campesinos y Enrique el segundo de seis hermanos varones.
“Teníamos vacas, cerdos, conejos, gallinas, viña, trigo… todo lo que necesita una familia para asegurar su autoabastecimiento”, pero no había dinero. “Para comprarte unos zapatos tenías que vender unas gallinas, unos huevos o lo que fuera”, recuerda.
Sus padres no habían ido a la escuela y tampoco el pequeño Enrique supo lo que es la enseñanza obligatoria. “Yo estudios casi no he tenido. Durante el día tenía que trabajar en el campo y por la noche, a las ocho o las nueve, podíamos ir al repaso”.
Siendo aún adolescente tuvo conciencia de que la vida en el campo no le deparaba un futuro esperanzador. Y cuando Domingo Boadella, un vecino del pueblo que había emigrado a Alemania con sus tres hermanos, le propuso un trabajo en el restaurante que regentaba en Heidelberg, no lo dudó y aceptó la oferta.
“Yo veía que aquella gente (los hermanos Boadella) hacía algo, que prosperaba” y él quiso seguir el ejemplo. Corría el año 1929 cuando Enrique Ros abandonó su Cataluña natal para probar suerte en tierras lejanas, una época de la que guarda como recuerdo su primer pasaporte.
Primeros pinitos gastronómicos
Enrique Ros comenzó su trayectoria gastronómica fregando vasos en el mostrador del ‘Wiener Café’, de Heidelberg, “porque no sabía el idioma ni nada”, y se encargaba de subir las bebidas de la cava.
En 1932 se trasladó a Suiza (Romanshorn, Kreuzlingen, Altstätten, Zúrich) y se estableció finalmente en Berna, donde había varios bares españoles: el ‘Café des Pyrenées’, el ‘Café Madrid’, el ‘Condor’, el ‘Barcelona’, el ‘Falken’. Enrique trabajó en varios de ellos.
“Estuve diez años aquí en Suiza, de 1932 a 1942”, y llevaba trece sin ver a su familia cuando decidió regresar a su pueblo para visitar a los suyos. “Yo tenía que empezar a trabajar en el ‘Falken’ el 1 de mayo de 1942, pero en España me encarcelaron”.
Al no haber combatido en la Guerra Civil y a pesar de tener en sus manos un certificado de la Embajada de España que le avalaba – según sus palabras – como “inútil”, los funcionarios del régimen le veían como desertor. “Durante la Guerra de España no había nadie inútil. El más inútil pelaba patatas”, le dijeron. Y es que en aquella época “tenías que estar con Franco o contra Franco, sino no eras nada”, explica.
“Estuve un día y una noche en la cárcel de Figueres, sin poder ir a casa”. Fue el inicio de trece meses de cautiverio (Figueres, Barcelona, Madrid, Melilla, Nador) hasta que un amigo de Berna “me procuró los papeles del Consulado de España y me los trajo al campo de concentración en Marruecos”.
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Si las paredes hablaran
En 1944, tras recuperar su libertad, y como su permiso de trabajo en Suiza había caducado, volvió a su pueblo natal, donde conoció a su esposa María, la mujer que ha estado a su lado los últimos 57 años y la madre de sus dos hijos, María Teresa (1949) y Enrique Andrés (1955).
Vivían con los tíos de su esposa, que “eran un poco raros” y a los que tenía que pedir dinero hasta para ir al barbero. Esa no era la vida con la que había soñado Enrique. Pero el destino quiso que Juan Augé regresara un día a Fígols d’Organyà y le ofreciera un trabajo en el ‘Café du Commerce’, donde Enrique Ros comenzaría a trabajar de camarero el 1 de abril de 1952. “Había pocos españoles en Suiza entonces”, afirma.
La familia del ‘Commerce’
Como buen catalán que es, este leridano siempre demostró ser un hombre emprendedor: “Quería ver si podía hacer algo más”. Y así fue. Obtuvo el ‘Wirtepatent’, requisito que le permitió abrir, en 1956, su primer restaurante, el ‘Costa Brava’.
“El restaurante que cogí en Biel era conocido por la ‘fondue’ y la ‘raclette’, y luego vino la paella.” Por suerte disponían de dos salas donde servir la comida, “porque la paella y la ‘fondue’ son dos olores y gustos que no ligan”.
En 1961 regresó a Berna para ayudar a la viuda de Juan Augé a sacar adelante el negocio, y a partir de 1968 sería el dueño de uno de los restaurantes predilectos de la noche bernesa. Fueron los años de esplendor del ‘Café du Commerce’, pero también años de mucho trabajo.
“Hemos tenido hasta 14 empleados, cuatro camareros, dos en el mostrador, cinco en la cocina, una chica que se ocupaba de nuestros hijos y otra en la lavandería”, a los que había que dar de comer y pagar un sueldo. Y aunque el negocio iba viento en popa, “uno no se podía dormir en los laureles”, sentencia.
Hoy Enrique Ros y su esposa disfrutan de una más que merecida jubilación. Aunque conservan la nacionalidad española, viven en Suiza, pero cuando llega el verano vuelven a su Cataluña natal. El matrimonio tiene una casa en plena comarca leridana donde cada año los visitan “casi todos los empleados que trabajaron en el ‘Commerce’”, señal de que, a pesar del paso de los años, perduran los lazos de amistad.
Se sigue sintiendo muy catalán, pero “no soy catalán separatista”, y se enorgullece de que sus hijos y nietos hablen la lengua de la tierra que lo vio nacer. Sin embargo, nunca se ha planteado la posibilidad de establecerse definitivamente en España. “Me encuentro mejor aquí”, quizás porque los catalanes – al igual que los descendientes de Guillermo Tell – tienen fama de ser muy trabajadores y serios. “Me lo han dicho muchas veces: Se ve que eres catalán”.
A su lado sigue estando María, esa mujer infatigable, “muy trabajadora y muy dedicada a su familia”, que tras sufrir un ictus tiene dificultad para hablar y se desespera cuando no logra articular palabra. No importa, María. Tu mirada es tu mejor retrato, una mirada tierna. Y, además, sabido es que detrás de un gran hombre, siempre hay una gran mujer.
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